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El
Comodoro
preside todos los mediodías
una tertulia en el
casino. Por la tarde, si hace bueno, y un poco de
brisa, tripula su balandro y recorre la ría. Si llueve o el
viento es demasiado fuerte, no sale de su casa, esa casa de
junto al mar, Porque se hace ya necesario descubrirlo: El Comodoro no es almirante, ni marino de guerra, ni siquiera lobo de mar. Cruzó en su vida, es cierto, un par de veces el Atlántico. La primera, a los quince años, polizón a bordo, camino de Cuba, porque era lo más próximo de América. La segunda, treinta y cinco años después, pero de regreso y en camarote de lujo. Queda, pues, dicho que fue emigrante y que se enriqueció. Y algo más que enriquecerse. Dicen que allá en Chile, o en el Perú, llegó a magnate del nitrato, y eso le dio muchas ganancias cuando la guerra del catorce. Tantas que decidió volver a España para que España lo supiera. Traía en la cabeza grandes proyectos filantrópicos, consistentes en la construcción de un ostentoso grupo escolar donde la cultura se administrase en su nombre. También pensaba edificar, sobre la pobre casa campesina en que había nacido, un palacio de mármoles y bronce, de líneas coloniales. Pero su llegada fue decepcionante. No le esperaban el Ayuntamiento bajo mazas, ni las fuerzas vivas locales, ni menos los sindicatos obreros. De su familia no había un alma en el muelle, cuando desembarcó del cacharro aquel que hacía la travesía desde La Coruña. Después supo que ya no le quedaban parientes, y llegó a explicarse también por qué la ciudad no vino a recibirle, si bien la explicación no fue inmediata y sí lenta y laboriosa. El Comodoro es un hombre listo. En vez de clamar contra la ingratitud de su pueblo, al que tanto proyectaba favorecer, pensó que la ingratitud tendría sus razones. Las «Notas de Sociedad», al día siguiente le dieron una pista. Lo primero que reseñaba el reportero era el bautizo de cierta niña, nieta y biznieta de almirantes por los cuatro costados; a continuación felicitaba el onomástico de cierto coronel, en último término anunciaba al pueblo en palabras sencillas, «la llegada de don Fernando Varela, acaudalado hombre de negocios americano». ¡Acaudalado hombre de negocios! ¡Él, que había almorzado con Wilson! ¡Él, a quien se recibía con honor en los barcos de Home Fleet! ¡Él, que había derribado a un presidente de República y había puesto en el sitio a un asociado suyo! ¡Toda su importancia se resumía en «acaudalado hombre de negocios ». |
De momento don Fernando
Varela, que todavía no se llamaba
«El Comodoro», ocultó sus propósitos
filantrópicos,
dejó en suspenso el proyecto del palacio y continuó en el hotel,
ignorado pero
alerta. Poco a poco se fue metiendo en la
vida
de la ciudad con la sola aspiración de conocerla. Y así se
estuvo seis
meses, doce, dos años, siempre dilatando el día de la marcha,
indiferente a los nitratos y al hijo sudamericano que ha sido
elegido vicepresidente, y al grupo escolar, y al palacio,
y a todas las
posibles placas conmemorativas, y a la gratitud de su
pueblo, que ya entonces se llamaba Villarreal de la Mar. Cada
día pasado,
cada nuevo amigo, le metían más en el ámbito
local y él,
que había contemplado tantas veces Nueva York desde
el más alto
rascacielos, y aun desde el cielo mismo. El ámbito
local,
pequeño, complejo, difícil, le atraía, le divertía, llegó a
obsesionarle.
Y fue porque, finalmente, su interrogante había
hallado una respuesta: es mucho más fácil ser multimillonario
magnate del
nitrato y padre del vicepresidente de una república
que presidente del Club de Regatas de Villarreal de la
Mar. Se llega
a multimillonario con talento y audacia; a la más
alta
magistratura republicana por un camino democrático protegido por
la ley, que es de éxito seguro cuando el dinero ayuda.
Pero el presidente del citado Club de
Regatas, en una modesta
ciudad del Noroeste,
tiene que ser, precisamente, almirante
en situación
de reserva.
Don Fernando Varela, a los cincuenta y pico de años cometió la primera locura de su vida, se desentendió de los negocios, de sus proyectos, de su pasado. No construyó un palacio, sino una casita junto al mar, modesta (porque en Villarreal, todo el mundo vive modestamente), pero trazada por ingenieros navales, con algo de barco, en que las paredes se llaman mamparos y las ventanas ojos de buey. Y se compró un balandro, y pasó un año en Inglaterra aprendiendo a tripularlo. Y después volvió, y todos los días con buen tiempo salía a navegar un poco, hasta ser un excelente balandrista. Pero siempre solitario, sin buscar contacto con el Club de Regatas, sin apresurarse a entrar en él, hasta que una vez ganó una copa en la Internacional de Arcachón, y entonces la Junta Directiva comisionó a uno de sus vocales para que le invitase a asociarse. Y él lo hizo porque ya había llegado la plenitud del tiempo. Paulatinamente su figura se había transformado. Nadie recordaba ya su prestancia un poco agresiva de financiero cinematográfico, con manos brillantes de tumbagas y corbatas intolerables. Ayudado de su figura escueta, ayudado de su tez curtida por el viento salobre, fue convirtiendo su rostro, su aire, a la estampa más auténtica de marino retirado, con andares mareados y todo el Atlántico en los ojos. Cuando, con chaqueta azul y gorra de visera, tripulaba su balandro, parecía un almirante de verdad, y, como no lo era, una chica muy ingeniosa que hay en Villarreal y tiene la misión del rebautismo le puso «El Comodoro», y él lo aceptó graciosamente y le quedó. Hace casi treinta años de su llegada. Es un personaje, un magnífico caballero, ya no tan rico como antes, pero le queda para un buen vivir. Y mira al mundo como quien ha alcanzado sus deseos. Cuando cierta noche confidencial me referí a sus abundantes satisfacciones, el Comodoro me confesó que sólo una cosa, la más importante de su vida, no la había logrado aún. Yo no pude imaginarla y él me la descubrió: _Lo que me falta para morir en paz es ser presidente del Club de Regatas. De tal manera lo deseo que si no lo consigo puede usted asegurar que toda mi vida, pero estos últimos treinta años especialmente, ha sido un perfecto fracaso. El actual presidente está muy enfermo. No se le augura que pase el invierno. ¿Qué sucederá a su muerte? Después de hablar a mucha gente, después de tentar la opinión, como se hace ahora, he sacado en consecuencia que por primera vez en la vida del Club, no será elegido un almirante. Sería largo de explicar el porqué. Equivaldría a metemos en una amplia, interminable descripción de los cambios sufridos por Villarreal en los últimos años. Y esto es una de las cosas más complejas y delicadas de la historia de Occidente. Concédaseme que es así ya que no puedo extenderme más. Por todo eso, porque el mundo ha cambiado, porque Villarreal ya no es Villarreal, y porque él lo ha esperado, paciente y sabiamente durante treinta años, don Fernando Varela, alias «El Comodoros, podrá, en su día, morir tranquilo. (Del libro Ifigenia y otros cuentos) PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |