Gonzalo 
de Céspedes 
y Meneses

Pachecos y
Palomeques

Capítulo I

Notable historia sucedida en Toledo

       Cuando en los años de mil y quinientos y veinte uno la mayor parte de España parcial y divertida en opiniones, que otros han llamado comunidades, abrasándose en sangrientas y civiles guerras, dio tanto que hacer y que decir a lo restante de la tierra, sucedió en esta imperial ciudad el caso de quien al presente escribo, con la verdad y fe que he protestado. Y porque casi en medio del espantoso estruendo de las armas, y mientras tantas venganzas, castigos y atrocidades se ejecutaron, nació la causa de su mayor particularidad, bien me atreveré a decir que nunca con más justa razón pudo el hijo de Venus preciarse de su adúltero padre, pues entre la desigualdad de dos tan contrarios efectos, como son guerra y amor, mostró más claramente la poderosa fuerza de su brazo y la verdadera significación y moralidad de su metafórico nacimiento.

       Estaba en esta sazón, por las pasiones y bandos que seguía, tan afligida la ciudad, que fue evidente muestra de su opulencia el no quedar perdida o arruinada del todo. Señalándose en el fomentar su desdicha los mejores y más poderosos hombres de ella, entre quien los dos hermanos Palomeques, famosos por el ánimo y fuerzas que alcanzaron, tanto como por su antigua nobleza, no fueron los que menos dieron a sentir su valor. Llamábase el mayor don Fernando, y el segundo don Pedro, y entrambos grandes conservadores de su república, siguiendo en esto las acciones y pasos del noble don Rodrigo, su padre, al cual, en los principios de estas revueltas, mataron, desgraciada mente, en la plaza de San Juan de los Reyes; ocasión no pequeña para que las inquietudes creciesen y las parcialidades se aumentasen, si bien con más particular emulación mostraron su indignación con don Lope Pacheco, mancebo ilustrísimo y conocido por sus heroicas y loables costumbres, amable y generosa presencia, pues por excelencia notable fue llamado el perfecto.

Dos veces fueron, de éste y algunos deudos suyos, echados los Palomeques de Toledo y perseguidos con tan notable extremo, que llegaron a cercarlos en una casa de placer de adonde, en diferentes ocasiones, se les escaparon dichosamente y con tan secreta huida, que dio motivo a que en la ciudad no supiesen otro nombre al Cigarral o Quinta de los Palomeques, sino la Casa del encanto.

Tantas injurias y ofensas declaradas no prometían, en tan valientes hombres, menos que una terrible venganza, la cual procuraron por cuantos caminos y vías les fue posible, sin perdonar desvelos, vigilias y aun jornadas no poco peligrosas, no obstante que todas le salieron inciertas, porque don Lope y los suyos se guardaban con recato y prudencia.

En medio, pues, de tanta confusión, y cuando con igual vigilancia procuraba este caballero huir de Caribdis, dio sin pensar, no menos que en el Scila de unos hermosos ojos, cuyo dueño le tiranizó el alma. Digo que habiendo en una fiesta pública visto a Laurencia, doncella hermosísima, no sólo hizo en su ánimo suspensión de las armas, sino que juntamente rindió en su amorosa conquista la libertad, joya inestimable sobre los demás atributos del hombre.

Era esta dama hija de un ciudadano, más rico de honrosos respetos que de caudal y hacienda, portillo, a su parecer de don Lope, suficiente a salir con el asedio que ya comenzaba a poner a la fortaleza de Laurencia; y así, regido de semejante industria, solícito buscaba medios que, dándola a entender su pasión, juntamente granjeasen con obras y regalos su voluntad, no le saliendo vana tan fuerte diligencia; porque años pocos, mucha hermosura, bizarros pensamientos y cortas fuerzas para lograrse en ellos, suelen desbaratar y romper los más castos propósitos. Al fin, más obligada del precioso interés que de correspondencia amorosa, abrió Laurencia fácil puerta en su gusto al nuevo amante; y aunque en las de su casa tenía su padre el cuidado conveniente, todo importara poco si primero no fuera avisado y prevenido de un pariente, que pretendiendo de muy atrás el ser su yerno, desvelado en su intento y receloso por algunos indicios, hizo tan vigilante centinela que a cortos lances alcanzó la causa y aun particularidades más secretas de ella, porque encubriéndose una noche en parte que con facilidad se podía percibir lo que con don Lope hablaba Laurencia desde cierta ventana, claramente acabó de entender, no sólo por cierta su sospecha, sino que, temerosa la dama de algunas que en su padre iban descubriéndose, trataba con su amante le previniese sacándola de su casa y poder, como, en efecto, lo hiciera si la advertencia del deudo no atajara sus pasos.

Capítulo II

Oculta con secreto y recato su padre a la hermosa Laurencia, y prosíguese el caso

      Era, según ya tengo dicho, hombre su padre desta dama de más reputación que bienes de fortuna; y así sintió el afrenta que don Lope había intentado hacerle con más extremos que sus fuerzas pedían; esmerándose en su satisfacción, con tan poca cordura que, al fin, según presto veréis, vino a perder la hija y a poner su vida y honra en contingencia. Declarose ante todas cosas por del bando y parcialidad de los dos hermanos, en cuyo poder, digo en el de su madre, que asistía en Toledo, dejó la mejor prenda de su alma; cierto de que en tal casa, ni el atrevimiento de don Lope pondría los ojos, ni la perseverancia de su voluntad llegaría a efecto; y con tanto, saliéndose a las aldeas y villajes, donde aquellos caballeros alojaban, mostró, en cuanto pudo, el deseo de su venganza, aunque le hubiera sido más a cuento remediar su ofensa, dando cuerdamente a su hija esposo; pues con él no sólo excusara la infamia de su publicidad, sino que asimismo hubiera atajado los daños que por su causa sucedieron.

No sintió don Lope menos esta desgracia; antes, con amorosa y ardiente cólera, estuvo en términos de emprender una temeraria violencia; porque, sospechoso de que se la habían encerrado en algún monasterio, hasta que en todos fue desengañándose, tuvo su impaciencia algún sufrimiento y consuelo, con la fuerza de que pensaba aprovecharse. Mas cuando últimamente, y como si se la hubiera tragado la tierra, perdió las esperanzas del hallarla, bien le fue necesario valerse de su cordura y discreto atributo; pues no le mereciera de perfecto si en semejantes trances se dejara rendir de su pasión.

Escueta, en efecto, como mal remediable, fue su cura remitiéndose al tiempo; y aunque la convalecencia se alargó muchos días, no por eso dejaba de acudir, así a los cuidados de sus civiles guerras, como a la solicitud de las cosas que en ellas tenía a cargo.

No estaba, en casa de sus enemigos y contrarios, la hermosa Laurencia poco afligida en estos intermedios; porque si bien no amaba con tanto fuego, como ya don Lope la costaba algunos disgustos y malos tratamientos, y la vagante imaginación, en la mayor clausura y encierro que su pasada libertad la había puesto, hiciese su mejor oficio, poco a poco la memoria de su perdido empleo la forzó a sentir de veras lo que al principio disponía con diferentes motivos; y así como el frágil natural de la mujer es más incapaz de resistencia, fácilmente pudo a costa de su disimulación conocerse, si ya no su accidente, a lo menos el disgusto que padecía; origen suficiente para que en el noble hospedaje se sintiesen sus dueños por mal correspondidos; aunque no obstante esto, como realmente deseasen su agrado, y el sujeto de Laurencia, por su mucha hermosura, fuese digno de ser amado, por el consiguiente, cualquiera sinsabor en ella les era dispensable, sin excusarle todo el agrado y agasajo de sus fuerzas, alargándose en esto con mayor asistencia doña Juana Palomeque, hermana de los dos valientes caballeros, que, así por su corta edad como por particular confrontación, más se le inclinaba.

Era esta noble señora, según el recato con que su madre la criaba, tan poco conocida que, no digo la gente ciudadana, pero ni aun muchos de sus criados pudieran dar razonables señas de su persona, cuya belleza peregrina no sé que haya humano ingenio que sin muy grandes yerros se atreva a reducirla a breve suma, pues en la imperfección de sus pocos años, y sin haber llegado al precio inestimable que después tuvo, puedo afirmar con razón que no sin justa providencia quiso el cielo ceñir sus rayos entre tantas paredes y clausura; porque si al mundo estuvieran patentes, es cierto que más desdichas y males hubieran ellos ocasionado que venganzas y daños las disensiones y armas de sus deudos. Y así, en tal compañía, aún más culpable y reprensible era el desabrimiento de Laurencia; de quien, mal resistidos sus desconsuelos y cuidados a pocas hojas (como doña Juana, aunque niña, tenía de ingenio y agudeza suplida la falta de experiencia), leyó en su frente con evidencia clara la ocasión de su amorosa pena, que, conocida, no tardó su dueño en descubrírsela.

 

Capítulo III

Procura doña Juana, entendido el empleo de Laurencia, divertírsele y aun desacreditársele

       Bien sabía Laurencia la emulación y enemistad de aquélla y la casa de don Lope, su amante; mas deseando con tan gran grave sujeto disculpar su yerro, quiso juntamente informarla en su empleo; si bien mal afecto su nombre en los oídos de doña Juana que, como dicen, había en la leche bebido el mismo veneno, furia y rencor de sus hermanos; apenas le oyó, cuando procuró disuadírsele, aunque en vano; porque la tierna dama, por igual causa gobernada de su afición, y como ordinariamente acontece a los más enfermos de semejante pasión, pues siempre quieren sea preciada de todos en su estimación propia la cosa amada, no sólo no desistió de su propósito, mas antes con mayor vehemencia, pintando su sujeto, tal vez le juzgó el mas gallardo, el más valiente y generoso, y tal vez el más notable, el más virtuoso, el más galán, el más entendido y de más peregrina hermosura; y pretendiendo aún más largas disculpas, añadiendo a las objeciones de sus réplicas otras semejantes razones, tal vez con más ternura, la dijo las siguientes:

_Si de tal hombre, señora y dueño mío, ha merecido ser Laurencia querida, ¿quién en el mundo puede como don Lope granjear su correspondencia? ¿No es este, por ventura, el amparo y remedio de los caídos, el fuerte y poderoso con los soberbios, el humano con los humildes, el generoso y liberal con sus amigos, el terror de sus contrarios, el blando y apacible con las mujeres y el cortés y agradable con los hombres? Y finalmente, éste ¿no es quién, entre todos, por tantos requisitos y excelencias, ha merecido el nombre de perfecto? Pues si a él solo todos le reconocen vasallaje, todos le rinden voluntad y tributo, yo, que por tan frágil e indigna cosa me reputo, ¿cómo podré negársele, o cómo, aunque quisiera, dejaran de forzarme su razón y justicia? Las cuales son tan poderosas y desapasionadas que estoy por afirmar que, o faltan en vos para conocer esta verdad, u os sobra el odio y rencor de vuestros hermanos para oscurecerlas.

De esta suerte, y en diferentes ocasiones, oyó en defensa de su amor doña Juana tales y mayores encarecimientos de Laurencia, y referidos con tanta exageración y esfuerzo que, sin pensar, poco a poco, perdiendo en su opinión la que de sangriento y feroz homicida tenía don Lope, fue adquiriendo en su alma, no sólo diferente concepto, mas deseos grandes de mirar con los ojos su desengaño. Y así, determinándose a cesar en su contradicción, juntamente se dispuso a favorecer con su ayuda la causa amorosa de esta dama; de quien, entendida tal determinación, fueron sus demostraciones y agradecimientos tan encarecidos que doña Juana se tuvo por más que satisfecha; y como ya regida de aqueste parecer, tanto como por su nuevo deseo y curiosidad, sin mayor dilación, con su consentimiento, comenzó a prevenir Laurencia los medios que para hacerle sabedor de su asistencia a don Lope convenían, segura de que la razón por que su padre eligió semejante amparo era enderezada a solo encubrírsela; y como éste fuese en la prosecución de su voluntad el primer escalón que se había de apear, no dejó para facilitarlo camino que no rodease, ni máquina en su imaginación que no dispusiese; y finalmente, tantos vados tentó y tantas dificultades se atropellaron, que al fin, por último remedio, hubo de aprovechar la diligente traza.

Capítulo IV

Avisa su asistencia a don Lope Laurencia, ocasionando con su vista varios sucesos

Había comenzado su madre de doña Juana, en la misma sazón, una novena al milagroso Santuario de la Piedra, en cuya estación, acompañada de Laurencia, de su hija y criadas, asistía con secreto y rebozo de las ocho a las nueve horas de la mañana. De esta breve jornada, queriendo valerse, escribió la dama dos cartas, las cuales, siendo de una misma sustancia y sobreescritas a don Lope Pacheco, se las metió en el pecho hasta el conveniente término en quien, haciendo perdidiza la una en la iglesia y dejando caer la otra en la calle, libró su efecto en la disposición de la fortuna; pareciéndole que, siendo tal la de don Lope, y su persona tan amable y bien quista, de ninguno podían ser halladas que no estimase con gusto el remitírselas, como realmente ello sucedió; porque, apenas eran las doce de aquel día, cuando ya estaban entrambas en sus manos; aunque no hizo tan larga confianza de su buena suerte la dama que en ellas escribiese razón, por quien en llegando a otro poder se entendiese el secreto. Abriolas, en efecto, don Lope; y aunque turbado por el conocimiento confuso de la letra, leyó en ellas este breve discurso:

                                         Laurencia a don Lope

«Por no aventurar la buena dicha que me concede el cielo, remito al corto trabajo de otro aviso más seguro, el que en aqueste excuso por su incertidumbre; y así, porque salgamos, vos de cuidado y yo de la pena en que estoy, os suplico que con la puntualidad que confío estéis mañana a las nueve en la Capilla de la Piedra, adonde, si por seña lleváredes esta carta en la mano, bailaréis entre las alfombras de sus gradas otra con mejor orden y claridad de lo que habéis de hacer. Dios os guarde.»

 

Muy alegre se halló don Lope con el desengaño y salida que de sus confusiones y sospechas se le ofrecían; y así, con igual cuidado, a la hora concertada, ya él estaba con su muestra plantado en la peana del altar, en quien, aunque procuró curioso y recatado conocer la imagen de su devoción, como el concurso de damas y el ir en diferentes disfraces se lo impidiesen, fue por demás su diligencia, no obstante que halló la carta prometida; porque Laurencia, no sólo en viéndole cumplió con su deseo, mas pudo, sin embargo del recato con que su madre miraba por doña Juana, enseñarle despacio la satisfacción de sus yerros y el crédito de su verdad.

No había hasta aquel punto aquella inocente y mansa corderilla repastado entre flores de tan nocivo y amargo fruto, porque, según ya tengo referido, ni a sus divinos ojos llegaba conocimiento humano, ni su edad y clausura daban lugar a mayor noticia, con que no me admiro ni espanto que, siendo de tal hombre la primera que tuvo, hiciese en su alma semejantes estragos; pues fue tal su mudanza y turbación (culpa a la corta experiencia de aquellos accidentes), que casi puso en términos de entenderse su mal disimulada pasión; que, fomentada por la necia perseverancia con que Laurencia la exageraba las admirables partes de su amante, no sólo aqueste desacuerdo añadió yesca al fuego, mas hizo que creciesen sus llamas de tal suerte que primero perdió la vida que se mitigase su incendio. En fin, con bien disformes pareceres, ella confusa y triste, cuanto Laurencia sumamente alegre, dieron a su casa la vuelta, y don Lope, haciendo lo mismo, en llegando a la suya, abrió la carta y juntamente las puertas de su confusión y desengaños, leyendo las siguientes razones:

                                    Laurencia a don Lope

«Desde el punto en que mi cruel padre, efecto de nuestra entendida voluntad, me privó de vuestros ojos, no han cesado los míos de verter, en satisfacción de tal desdicha, abundantes lágrimas, cuyo fin, a no haberme valido de esta industria, hubiera sido mi última desesperación. Mas ya que el cielo piadosamente acudió a mi remedio, cierta de vuestra animosa resolución, me atrevo a pediros procuréis verme esta noche en la casa de vuestros contrarios, adonde, con su madre y hermosa hermana, estoy desde el amargo día que me ausentaron de vos. La empresa, aunque parezca difícil, mediante la ayuda que de acá se me ofrece, se os hará muy posible; y así, en una de las ventanas del jardín que caen junto a la muralla de la Vega, os esperaré a las doce; el lugar es secreto, la hora acomodada, vuestros enemigos ausentes, vos don Lope Pacheco y quien os lo pide vuestra firme Laurencia; con que ni tengo más que encareceros, ni vos razones para excusar la paga de tan verdadero amor.»

 

Capítulo V

Resuélvese don Lope al cumplimiento del billete, y doña Juana aumenta en él la pasión de su incendio

¡Oh cuántos y diferentes pensamientos cercaron a don Lope luego que acabó de leer las razones que habéis oído!, hallándose por una parte, tan sin pensar, alegre con la perdida prenda; y por otra, no poco melancólico, viendo que el lugar adonde había parecido fuese tan lleno de sospechas, pues la menor que entonces confirió su pecho bastara a acobardar el más animoso. También consideraba, y no poco temía el descrédito de su persona, si acaso cuando todo saliese muy cierto, con la continuación, sus secretos amorosos se descubriesen, y él quedase mal reputado y desdorada la opinión granjeada por el noble trato y cortesía que con la casa de sus contrarios había usado.

No obstante que a tan graves causas no le faltaban réplicas que en su ánimo hiciesen mayor contradicción, pareciéndole que, según la honrosa confianza de Laurencia, no sólo no podía sin mucha nota excusarse de verla, sino que juntamente quedaba en nuevo empeño su reputación el día que sin igual descuento se entendiese la arrogancia de sus émulos que entonces era tanta que la dama, a quien su mismo padre, aun estando presente, no se había resuelto a defenderle, ellos, por cosa y hacerle semejante pesar, tomaban el guardarla por su cuenta.

Con que, infiriendo de aqueste hecho poca estimación, sin más consulta, arrojadamente indignado, atropelló por los demás inconvenientes y cumplió la orden referida, aunque como prudente y recatado, yendo dos horas antes del concierto, cautamente notó en ellas todos los vestigios y señales que de sospecha o traición se podían temer; con que algún tanto más asegurado, llegó a ponerse debajo de las ventanas del jardín, cuando apenas las acababa de abrir su dama, que ya puesta en la una y conocido le recibió con el gusto que sus deseos prometían. Y así, habiéndose dicho muchos tiernos y amorosos conceptos, ya culpando Laurencia el descuido de su amante, y ya don Lope la suspensión de semejante traza, alegre el uno y satisfecho el otro, se despidieron aplazados para las siguientes noches; en quien, proseguidas sus amorosas vistas, creció con ellas en Laurencia el incentivo de su ardiente deseo (y lo que debe causar más lástima, más grave sentimiento), vino a ser incurable y sin remedio el veneno furioso que del tierno y aficionado corazón de doña Juana se había apoderado. La cual, los breves ratos que faltaba a la custodia y centinela de su amiga, fingiendo vana curiosidad en sus deseos y encubriéndose con ella de don Lope, gozaba, entre el amargo acíbar de la pena celosa de su alma, las dulces blanduras y requiebros de su comunicación, haciendo esta su curiosa diligencia, sobre tanta afición, tales efectos que puso en contingencia su salud, y aun su vida en conocido riesgo.

Siempre el amor fue reputado por tormento cruelísimo, si bien nunca es más insufrible que recatado y encubierto; de adonde nace que, mientras el corazón más se anima a disimularle, entonces crece con mayor furia, brotando como efímera ardiente al rostro y a la boca las reliquias de su fuego. Nadie hizo de esta verdad tan costosa experiencia, ni mujer, con mayor tolerancia y cordura, procuró resistir en tan frágiles fuerzas tan juntas y amontonadas penas; con que de su valiente resistencia el fruto que doña Juana vino a sacar fue caer del todo rendida en una cama, en que, poco o mal entendida la pasión de su alma, aplicándola desiguales remedios, llegó a ser juntamente enfermedad del cuerpo, aumentándose por esta razón, en su afligida madre, el disgusto continuo en que la tenían las inquietudes y bandos de sus hijos; y cesando en Laurencia las visitas y pláticas de que había gozado hasta entonces, mediante la industria y traza de doña Juana, cuyo amoroso y doliente espíritu, si por algún camino pudo recibir alegría, esta privación impensada, no sólo se la dio, mas dobló su consuelo; porque es, sin duda, el mayor de una celosa pena; pues al fin no se fomenta su dolor imposibilitada la causa de él.

Aunque no por esta dificultad dejaban de comunicarse los amantes que, prevenidos antes por lo que pudiera suceder, remitieron la prosecución de su empresa a una cinta, en la cual, esperando ocasión, el uno ataba sus papeles y el otro recibía sus respuestas; mas como Laurencia totalmente ignorante en el daño que hacía no encubriese a doña Juana éste y sus más interiores pensamientos, también fue sabidora dél, aunque con diferente efecto de su pecho, porque deseando no dejarse morir en semejante desesperación, apenas entendió la discreta traza cuando en su idea la eligió por último reparo de su vida.

Capítulo VI

Intercadencias del amor de don Lope y otros nuevos mayores sucesos

Pasaba la suya don Lope en este tiempo con poco gusto, nacido tanto de las dilaciones de su amor, cuanto porque realmente, desde la primera intercadencia que en él hubo, más por propia reputación y enfado de sus enemigos, que por fuerza de voluntad, perseveraba en su demanda; así que esto y el ser tan llena de peligros como infructuosa, le hizo que poco a poco fuese prevaricando en ella. Semejante tibieza que como mala nueva, aun antes de consultarse, llegó a noticia de su dama, y de su boca a los oídos de la ya convaleciente doña Juana, apresuró su resolución, temerosa de que, desistiendo en su afición don Lope, quedaba sin remedio el que para entenderse en la suya tenía maquinado; con que sin más tardanza, porque a la fuerza y necesidad de amor ni hay ley que la reprima ni precepto tan grave que la mitigue, pues ella sola, con más facilidad, rompe y atropella las del honor, pospuesto éste, su fama y reputación, el temor de sus hermanos, la venganza de su padre muerto y el odio intrínseco por tantas injurias recibidas, determinó la ejecución de sus intentos en la manera que presto entenderéis.

No del todo declaradamente había don Lope desistido en los suyos; antes, sabida la mejoría de doña Juana, con la esperanza de volverse a ver presto con su dama, acudía a la correspondencia de sus papeles, en cuya prosecución, yendo por la respuesta de uno que la noche antes había escrito, hallándola en la parte asignada, la tomó, y queriendo, para mejor leerla, dar la vuelta a su casa, previno su deseo el parecerle que, así en el manejo como en el mayor peso del billete, mostraba en sí diferente novedad que los pasados, con que, sin esperar a más, llegando al cobertizo de una iglesia en quien había una lámpara, abajándola y rompiendo la nema, apenas desplegó sus dobleces cuando salió del último un rayo penetrante que le atravesó las entrañas, pues con verdad puedo decir que no menos sangriento y poderoso fue el efecto que hizo en ellas el retrato de un monstruo, de un portento de hermosura y belleza que se descubrió en él. Este acaecimiento notable, y el ser la letra que miraba de ajena mano y diferentes señas, acrecentó, y con razón, su turbado espíritu, si bien teniendo tan cerca el desengaño, embarazados el sentido y los ojos en la divina efigie, aún no acertaba a valerse de él, hasta que satisfecho de que en sujeto humano no podía caber tan rara perfección, queriendo saber a que efecto Laurencia le escribía de otra letra y con la enigma de aquel pintado serafín, poniendo su lámina en el pecho, dio principio al billete y a su mayor confusión de aquesta suerte:

                                           Doña Juana a don Lope

«Sabe el piadoso cielo a quien hago testigo de mi honrada resistencia, las penas, los tormentos, lágrimas y dolores que el perseverar en ella me ha costado, pues por no verme rendida a semejante liviandad he querido primero padecellas y aun dejarme desesperadamente llegar a los fieros umbrales de la muerte. Mas si la última ruina de mi casa infeliz está ya de lo alto subordinada a vuestro brazo, de quien ni el valor de mi difunto padre ni la audacia de mis desterrados hermanos han podido ampararse, ¿cómo la frágil fuerza de una mujer había de ser bastante a contrastarla? Al fin, al fin, don Lope, hoy permiten los cielos que, en vez de las venganzas tantas veces contra vos repetidas, sea mi alma víctima y último sacrificio de vuestra voluntad, para que de esta suerte no se reserve cosa de vuestros enemigos que no sienta su rigor y poder. El efecto que de éste reconozco, desde el punto en que Laurencia me dio de vos noticia, es de tal calidad, que ni me atrevo a reducirlo a palabras, ni los raudales de mis amargas lágrimas han dejado lugar en el papel para escribirle; y así, aunque temerosa de semejante arrojamiento, cierta de que vuestro noble pecho sabrá darle disculpa, le remito, siendo vos servido a nuestra vista, si bien ésta quise primero granjearla y merecerla enviando a pedírosla con semejante mensajero, al cual os ruego tratéis con el secreto y hospedaje que debéis a su original, y, sobre todo, con mejor acogida que de mi desdicha y muchas partes de la hermosura de Laurencia puedo prometerme. Dios os guarde y a mí me haga agradable a vuestros ojos, que si tan buena suerte me sucede, seguramente podré esperaros mañana en la misma hora y ventana que sabéis.»

 

Capítulo VII

Háblanse doña Juana y don Lope sin sabiduría de Laurencia

Tales como ya habéis leído fueron las últimas razones con que acabó don Lope de leer el tierno y amoroso papel de doña Juana, en cuyo hermosísimo retrato, volviéndole a sacar del pecho, elevando a su contemplación, y pasando otras mil veces por los ojos el billete, sin saber lo que le había sucedido, casi en medio de tan extraordinaria suspensión hubiera de cogerle el día, por lo cual, temiendo el ser hallado en semejante lugar, hubo de proseguir el camino de su posada, adonde arrojándose en el lecho, así vestido como estaba, sin dormir ni comer, pasó la mayor parte del día, y esto con tan maravillosa confusión y desasosiego que, como enajenado de sentido, así en el semblante de su rostro como en las demás acciones de su persona, daba justamente a presumir a los criados, que con silencio le miraban, o que hubiese lastimosamente perdido el juicio, o que sin duda maquinase en su idea alguna empresa o jornada gravísima, como verdaderamente en esto último no se engañaban, porque nunca don Lope, aun habiendo manejado cosas tan grandes, se halló en su mayor aprieto con igual aventura.

Ella era, por cierto, según los casos y muertes sucedidas, en el presente estado bien digna de consideración, y tanto que, a no tener en el bello retrato tan valiente estímulo que le animase, y en el premio ofrecido tan agudo acicate que aligerase sus deseos, pienso que doña Juana se hallara corrida y burlada en su determinación; mas esta dama anduvo tan prudente en el enviar el retrato como discreta en la disposición del papel, pues uno y otro aseguraron el temor de don Lope y granjearon su voluntad de suerte, que ni la evidencia del peligro, ni la sinrazón y lástima de injuria tan afrentosa le pudieron mover de su propósito; y así, no reparando en la correspondencia antigua de Laurencia, ni menos en los medios con que doña Juana había de gobernarse, remitiéndose en todo a su prudencia, puso resueltamente la vida y honra en sus manos.

Con semejante determinación, habiéndose sosegado algún tanto, esperó la noche y, juntamente con ella, la hora deseada, en la cual, vestido un fuerte jaco y con armas al hecho convenientes, sin compañía ninguna por la importancia del secreto, poco a poco se fue acercando al puesto, en quien, después de haberle bien reconocido, oyó que, sentidos sus pasos, iban de la parte del jardín abriendo las ventanas; con que acercándose a ella, apenas doña Juana se dejó ver, cuando aun sin poder llegar a la reja quedó inmóvil, gozando como en éxtasis de aquel simulacro de hermosura, y confiriendo en él el presente gusto que había hasta entonces tenido por gloria imaginada, ni la lengua pudo hacer su oficio, ni las plantas llegar más adelante.

Pasó, en fin, la turbación de este accidente, y llegándose a menor distancia el uno al otro, sin mover los ojos, por largo y dulce término se retrataron en ellos, hasta que don Lope, vencido de su justa cortesía, rompió de aquesta suerte su silencio:

_¿Es posible, único y solo portento de hermosura, adoración de los humanos, que los ojos de vuestro mayor enemigo, indignos por tales causas de asistir a tanto resplandor, han merecido veros y contemplaros tan de cerca? ¿Qué venturosa estrella, qué astros o qué influjos dichosos miraron aquel día mi nacimiento, pues haciéndome en vuestra dulce vista agradable, juntamente inclinaron la voluntad a sacarme de las tinieblas en quien hasta ahora he vivido? ¿Qué secreta deidad rigió mis pasos, o qué piadosos sacrificios han merecido por descuento tan inestimable galardón? ¡Oh ventura incomprensible! Feliz sea mil veces el punto y hora en que miré a Laurencia, ocasión de tantas dichas y mil veces bien empleados y dichosos los desvelos, movimientos y acciones gastados en su empresa, pues a costa de tan breves servicios y con el sudor de tan cortos trabajos, he descubierto mina de tan incomparable tesoro, joya de tan inestimable precio y, sobre todo, alivio, que si alguno en esta vida mortal puede ser comparable al de aquellos divinos y Elíseos Campos, a él solo se le debe semejante igualdad. Digan, pues, ¡oh hermoso dueño mío!, más apriesa mis ojos las cosas que como incapaz de tanta gloria ignora y calla mi lengua, porque aun mi alma propia no sabe más que sentirlas, como ni su humildad agradecerlas.

_Bien confiada estaba yo _respondió doña Juana , atajando su plática _ que de tan noble y cortesano caballero había de ser mi voluntad correspondida con demostración semejante, aunque si bien no me podréis con ella poner en mayor obligación, pues la mía ha llegado, sin poderla reprimir, al más subido grado, todavía vuelvo a ratificar en vuestra presencia la fe que para siempre os será inviolable. Vos, don Lope, habéis sido después de mis hermanos el primer hombre de quien aun mis ojos tuvieron particular noticia, y el que sólo por ellos tomó la posesión de mi alma; y así, vivid seguro que, bien o mal pagada, no saldréis de ella mientras la vida me durare, ni otro ocupará el lugar que vos solo merecisteis, aunque por ello haya de perderla mil veces. No os pido en recompensa de este amor más finezas que las que vuestro gusto dispusiere, porque ni de que viva o muera en él Laurencia harán menguas las mías, ni de su amor y vuestra perseverancia formaré agravios. Con esta carga emprendí esta hazaña, y cuando yo sea tan desdichada y vos tan desconocido en la desigualdad de nuestros méritos que no queráis proseguirla, pagaránlo en silencio mi sufrimiento y lágrimas, mas no vuestro sosiego y mi correspondencia.»

Capítulo VIII

Prosiguen estos nuevos amantes sus tiernos coloquios, quedando interrumpidos por un caso notable

No quedaron estas palabras últimas y celosos temores sin la satisfacción y promesa que doña Juana merecía; y así, deseando sobre todas las cosas el apasionado caballero el firme apoyo de su nueva voluntad, procuró acreditarla con amorosas réplicas, entre las cuales, habiendo entendido el origen y principio de su afición y la enfermedad de doña Juana, también supo cómo para escribirle se había aprovechado de la misma industria de Laurencia, que como ella le comunicase sus papeles, fuele fácil el verla atar el último y el quitarle después sin ser sentida, poniendo en su lugar el del retrato; con que pareciendo cosa conveniente, para su mayor quietud, de acuerdo y consentimiento de su dama, quedó asentado que don Lope prosiguiese entreteniendo a la pobre Laurencia, a quien para poder venir seguramente a aquel puesto había dejádose en profundo sueño, sacando primero del poder de su madre las llaves del jardín, que siendo todas estas diligencias, en su modo, de igual peligro, aun con más evidencia conoció don Lope la verdadera fe con que era amado.

Dos horas habría que los nuevos amantes, en apacible plática, gozaban las primicias de su voluntad, cuando oyendo don Lope un recio golpe, como de persona que se había arrojado o caído de alta parte, o tras de aquesto algún fácil rumor, algo alterado, hizo que muy aprisa cerrase doña Juana las ventanas, y con la misma brevedad, aun sin despedirse, abajándose al suelo, para mejor encubrirse y descubrir lo que era, se metió entre unos altos malvares y carrizos, desde adonde, con más seguridad, vio en un instante cubierto de hombres y armas aquel sitio. Cualquiera, por de corto discurso que sea, conocerá en tan triste suceso el temeroso y afligido aprieto con que se hallaría don Lope salteado; el cual, dándose por perdido y presumiendo que hubiese sido alevosamente vendido, ya que tan cerca juzgó su amargo fin, se resolvió ansí mesmo a vender por muchas vidas su temprana muerte; y así, con valiente ánimo dispuesto, esperó, como quien deseaba dilatar aquel breve espacio de vida, a que sus contrarios le hallasen y embistiesen; los cuales, acercándose juntos a la puerta del jardín, y habiéndose aguardado un corto término, vio que después de él, entendido de adentro el contraseño, abriéndoles con recato y silencio, se iban entrando sin curar de otra cosa, hasta que no quedando ninguno, vuelto a cerrar el jardín, dejaron aquel sitio en el mismo silencio y seguridad, con que más alentado, apreciando desde aquel punto su vida milagrosa, poco a poco se fue desviando hacia la parte de la muralla, que era la misma por donde aquellos hombres habían venido, y en quien, apenas puso los pies don Lope, cuando entre unas grandes sombras que hacían los torreones y barbacanas, divisó un golpe de caballos, que a su ver asistían a los que estaban en la ciudad, de cuyo riesgo y perdición, temeroso y cuidando no hubiese igual daño por las demás partes del muro, indeterminable en su resolución, estuvo algo confuso; porque sospechando por cierto que eran los dos hermanos de su dama, y satisfecho de que en su fe y amor no había el doblez que al principio de aquel fracaso presumió, como ya informasen su pecho otros más blandos y menos vengativos espíritus, quisiera disponer el peligro de la ciudad sin que le recibiesen tan grande, cosas de una mujer a quien él debía tan maravillosa voluntad.

En efecto, regido de este generoso pensamiento, él solo, por no alborotar sin tiempo el lugar, requirió sus murallas y puertas, y previniendo los soldados y guardas muy despacio, se volvió a su casa, en quien puesto a caballo, con algunos criados y amigos que mandó avisar, y haciendo juntamente que en San Román tocasen las campanas, cierta señal para que la gente del rebato acudiese a sus casas, cuando le pareció que ya los dos hermanos, oyendo el alboroto, se habrían puesto en cobro (como al fin sucedió) a buen paso, debiendo salir por la puerta del Cambrón guió a la de Visagra y luego al lugar en quien la tropa había descubiértose; desde adonde, conocida la huella de los muchos caballos que huían, fueron a rienda suelta en su seguimiento, aunque fue por demás su diligencia, porque con las muchas que para su remedio hizo el gallardo don Lope, llevaban grandísima ventaja; con lo cual, desconfiando de alcanzarlos, y pareciéndole estaban bien fingidos sus deseos, mandó tocar a recoger, disimulando el buen suceso de ellos y el sobrado contento de haber tan a su honra dado la vida a los dos valiente Palomeques y hecho a su querida hermana tan importante servicio, no obstante, que como después sabréis, hubiera aqueste de costarle el sosiego, la hacienda y aun la vida y reputación; mas sin prevenir estos cuidados, todos los atropelló el noble caballero, teniendo en más estima el haber podido vengarse que la satisfacción de sus enojos y ruina de sus mortales enemigos; porque, en el generoso y magnánimo, la mayor venganza y castigo es no ejecutarla, pudiendo.

Capítulo IX

Don Lope, divertido en sus amores, falta al recato y seguridad de sus cosas, con que impensadamente salteadas, se viene a ver en un mortal peligro

Lo restante del día y parte de la noche descansó don Lope, si bien, aun en tantos desvelos, no excusó el ver a doña Juana, de quien temía (y no poco) hubiese sido sentida en el rebato; y así, a la hora acostumbrada, ya él estaba en el puesto, habiendo antes, y con la industria y traza que otras veces, recibido un papel de Laurencia, y puesto para mejor engañarla y divertirla otro en su lugar, con que, disculpando su remisión, ella quedó en su olvido y don Lope, en saliendo su dama, fuera de sus temores y sospechas; porque no sólo supo de su boca el término que tuvo para salirse del jardín sin ser sentida, mas el que la sobró para poner con igual suerte las llaves en buen cobro, con lo cual, sumamente contentos, en particular doña Juana, no sabía con qué exageraciones y palabras encarecer la satisfacción que su amante mostraba en su voluntad, pues justamente pudo antes temer que, según el suceso de la primera noche, quedara para siempre imposibilitada de su vista. En fin, clara y abiertamente le confesó la venida de sus hermanos, aunque de ésta, como cosa también sabida de él, no hizo en su pecho alguna novedad; no obstante que la ocasión que los había traído la causó, y muy grande, porque era no menos que a tratar con su madre y hermana la última y final conclusión de un casamiento que muchos días antes se le estaba tratado. Conviniéronse en que, hasta tomar mejor acuerdo, esto se fuese por doña Juana dilatando, de quien, diciéndola primero lo que la pasada noche había dispuesto, para la seguridad y peligro de sus hermanos, se despidió don Lope, dejándola de nuevo amartelada y agradecida. Mas como en los amantes son siglos los momentos que interrumpen sus gustos, no se pasaron muchos sin volverse a ver.

Laurencia, en este tiempo, consumiéndose, divertía los tristes días de estas intercadencias y engañaba sus prolijas horas con la esperanza alegre que de ver a su amante la daba doña Juana; que como ésta estuviese solamente en su mano, fingiéndose unas veces mal convaleciente y otras diferentes achaques, érale fácil suspenderlo a su gusto y fomentar en él las ansias y congojas del engañado huésped. También don Lope, advertido de su dama, no pocas veces lleno de pasión amorosa, ignoraba el medio y la elección menos sangrienta para salir de tanta confusión; porque, si por una parte conocía el peligroso punto de su casamiento aplazado, por otra el riesgo de excusársele, sin renovar venganzas y acrecentar enemistades y violencias, le ponía en mayor cuidado.

Todo esto conferían entre sí los dos tiernos amantes, y en todo hallaban inconvenientes y dificultades invencibles; porque, como prudentes, sabiendo que los consejos temerarios, cuanto al principio son de alegres y, tratados duros y pertinaces, efectuados suelen salir amargos y tristes, quisieran cuerdamente no despeñarse en semejantes daños; mas como los que ya el cielo tenía determinados se apresurasen por la posta, ni pudieron antes tomar mejor acuerdo, ni menos prevenir su desdicha, Y así, la última noche en que estas cosas dulcemente conformes se comunicaban el uno al otro, con ímpetu soberbio rompió su tierna plática el repentino escándalo de mil confusas voces, los clamores de diversas campanas, el temeroso estruendo del artillería, los golpes de las armas y las respuestas de los arcabuces, con que salteado lastimosamente acabó don Lope de conocer su perdición y el mal cobro en que sus desvelos amorosos habían reducido su ciudad, sus amigos, sus deudos y su vida. Despidiéndose con tiernas lágrimas intentó volver a su posada, si bien antes de llegar a ella supo que la ciudad era entrada, y ella, con las de sus mayores amigos, echadas por el suelo: furioso y vengativo efecto de sus contrarios, los cuales, alentados y prevenidos con el descuido y poco recato que hallaron la noche de su entrada y mayormente por lo mal que fueron rebatidos de don Lope, ejecutaron ahora animosamente su intento; y con tan acertada disposición que primero estuvieron apoderados de Toledo que fuesen sentidos; y como el quitarse de delante a don Lope era lo más esencial de su empresa, así emplearon la mayor furia de ella en su casa, aunque no hallándole, la entregaron al fuego, y pasando adelante se enseñorearon del alcázar, plazas, puertas y famosas puentes.

Capítulo X

Ocúltase de sus enemigos don Lope, y ausentes ellos, vuelve a ver a su dama

¡Oh miserable fortuna de la vida humana: cuán llena de inconstancias eres; cuán rodeada de mudanzas y peligros! Veis aquí nuestro noble y perfecto caballero, no sólo desposeído de tan superior mando y grandeza, sino juntamente convertido en un retrato lamentable de sus miserias porque si le consideramos cercado de tan mortales enemigos, también le hallaremos sin casas en quien defenderse, sin amigos de quien ampararse, sin criados de quien favorecerse y, finalmente, sin puerta, sin salida para escaparse de tales desventuras. Mas como en los trabajos y peligros muestra el altivo y generoso espíritu mayor fortaleza, mayor ánimo, valiéndose del suyo con súbito consejo, se arrojó en la primera casa que halló abierta; adonde no sólo fue amorosamente recibido, mas pudo fácil y seguramente confiarse de sus dueños, los cuales, como si fuera hijo o padre suyo, le guardaron tan bien, que, aunque las diligencias de sus contrarios pasaron de límite, y sus pregones, amenazas y promesas de término, no tuvieron efecto, ni tan graves temores fueron bastantes a descubrirle.

Andaban con tan impensada desdicha todos sus parciales ausentes, sus criados desterrados y sus aficionados encogidos; y así, considerando cuán mal por entonces podía ser de aquéllos ayudado, haciendo a tantos males valiente resistencia, esperó constantemente más sazonado tiempo para su libertad; la cual no se le dilató muchos días; porque la fortuna, que siempre favorece a quien contrasta la violencia de sus sucesos, ordenó las cosas de sus enemigos de tal suerte, que les fue forzoso, aunque dejando bien asegurado su partido, hacer ausencia de la ciudad ocasionada de algunas sediciones y alborotos importantes de los mejores lugares de la comarca; que siéndole esta nueva a don Lope notoria, sin perder coyuntura, con gran secreto, previno, su partida, aunque con igual y mayor cuidado, en medio del rigor de tan grave peligro, no se olvidó de su dama, cuya casa queriendo, desconocido por la seguridad, ver la siguiente noche y consolarse besando sus dichosas paredes, fue a tan venturoso punto, que como de allá no hubiese menos firmes deseos, menos afligimientos y cuidados, halló que, prevenido su pensamiento, le esperaba en la cinta que solía un papel que, abriéndole y conociendo la letra de doña Juana, leyó en él estos breves renglones:

«Si el cielo ha conservado vuestra vida y os atrevéis a verme, ejecutadlo sin dilación, porque en ésta consiste la mía y vuestro gusto.»

Bien advirtió don Lope que, pues su dama así lo disponía, no sólo habría seguridad bastante, mas juntamente precisa y grave causa, y como a los atrevidos no sólo la fortuna, mas aún el mismo amor los favorece, intrépida y resueltamente se dispuso al peligro, adonde muy sin él, dentro de breve espacio, llegó doña Juana, tan sentida y llorosa, con sus tristes sucesos, que si fuera en su mano, fácilmente conociera el amante la desigualdad de su estimación y aun el desprecio de la victoria y reputación de su sangre. Mas no desvaneciéndose en su encarecimiento, sin mayor dilación le hizo saber cuán adelante (en la determinación de sus hermanos) estaba su aborrecido casamiento y otras semejantes razones a su propósito, con que dispuesto el ánimo de don Lope, brevemente ordenaron el último y forzoso remedio.

En conclusión, doña Juana se resolvió a dejar su casa, y para ejecutarlo más a su honra, haciendo a las estrellas y a los cielos testigos, dio de esposa la hermosa y blanca mano al perseguido y venturoso caballero, que, como absorto y elevado en semejante gloria, olvidado de sus graves desdichas, asistía a ella. Con esto, asignando su ida con limitado término, dieron la vuelta entrambos a prevenirla, y ciertamente que por ningún camino se le pudiera trazar mayor venganza de sus contrarios, si como ello quedaba concertado sucediera; pero como aquella su influyente antipatía no cesaba en su curso, de adonde presumieron su mayor descanso, casi hubieran de hallar su última ruina.

 

Capítulo XI

Laurencia sospechosa sigue esta misma noche a doña Juana, y es testigo (escondida) de su amor y conciertos; avisa de ellos a los dos Palomeques, y en tanto doña Juana se sale de su casa

Fue el caso, pues, que como doña Juana, regida solamente de su ardiente deseo, aquella misma noche, en sintiendo que el papel de la cinta habían tomado, quisiese conocer luego la experiencia de su efecto, debiendo primero esperar a que Laurencia estuviese bien sosegada, ella, que con iguales penas velando padecía, no sólo advirtió curiosa en su nueva inquietud, sino que, fingiéndose dormida, aguardó el suceso, y en viéndola salir siguió sus pasos, y sin ser sentida, desde su aposento mismo hasta el jardín y ventana donde ya doña Juana estaba hablando, llegó (no sin grave y maravillosa confusión del caso impensado) a salir de su engaño, al conocimiento de don Lope y, finalmente, a ser testigo de sus conciertos y bodas. Quede a la consideración del lector los rabiosos y mortales efectos que causarían en su alma tan declarados celos, y mayormente ocasionados por su amiga y huéspeda, por el archivo y depósito de sus malogrados empleos, pues fue notable muestra de su varonil pecho el poder reprimir sus sentimientos, sin hacer con su boca público alarde de su afrenta y dolor.

Mas disponiendo en su ánimo una horrible venganza, antes de ser sentida se volvió al aposento, en quien con infinitas lágrimas y abrasados suspiros celebró amargamente las obsequias de su difunto amor hasta el siguiente día, en quien, con el mismo deseo y resolución, escribió cuanto pasaba a los dos caballeros, valiéndose para esta sangrienta diligencia de un criado de su padre, que, siendo el mensajero, no paró hasta llegar a Torrejón, en cuyo asedio, hallando solamente a don Fernando, le dio la carta. Mas antes que en la prosecución de la venganza de esta mujer pasemos adelante, es justo que se advierta que aunque los dos amantes anduvieron en el recato de sus conciertos tan desdichados, no del todo les cerró sus dos puertas la fortuna, porque quiero que entendáis que su enemiga, si bien pudo oír la palabra que se dieron, no así con cierta distinción el acuerdo y resolución de su partida. Además, que nunca ella presumió que el dejar su casa fuera tan brevemente, ni por el camino que quedaba trazado, porque si esto alcanzara, fácilmente pudiera prevenirlo con su misma madre. Así que, advertido este punto, el aviso que hizo sólo fue por mayor del casamiento con su contrario, de la injuria de su casa, de la parte de su comunicación y el peligro y sospecha de su fuga afrentosa.

Este despacho fue en alguna manera favorable a doña Juana, porque embarazada en él Laurencia, pudo mejor prevenirse, sin tal testigo, de muchas cosas convenientes a su intento, y así mesmo, en obra semejante, gastó don Lope el día, que, como le faltaban criados, sólo se aprovechó de dos, que así como él se habían hasta entonces escondido; y así, al uno mandó que le asistiese aquella noche con sendos caballos entre unas huertas, y con el otro avisó a los demás, que en una fortaleza se habían asegurado en lo más áspero y fragoso de los vecinos montes. Y dada tan buena orden, en siendo la mitad de la noche, no obstante que con su claridad la luna les ayudaba poco, doña Juana abrió la puerta del jardín y se puso en las manos de don Lope, y él, con tiernos afectos, recibiéndola en sus brazos, sin dejarla de ellos, guió con breves pasos a la vecina muralla, en quien atándola blanda y seguramente con una fuerte cuerda, en un instante ya estaba en medio de aquel campo, siguiéndola él con la misma facilidad y buena suerte.

Había don Lope mandado a su criado que, como habéis oído, le esperase con los caballos entre unas huertas; tanto por el secreto conveniente, cuanto porque, estando tan desviados y fuera de sospecha, se aseguraba su negocio mejor que no si los hallaran junto a sus muros o entre la barbacana. Por esta razón, temiendo ahora el cansancio de su dama y, sobre todo, el peligro de la tardanza, quiso remitir a sus hombros aquel dulce trabajo, que, entendido por ella, no fue posible con razones y ruegos persuadírselo; con que, de su voluntad y parecer (quedando entre las hierbas escondida), haciendo alas los pies, partió por los caballos; si bien, aunque la brevedad fue diligente, no sucedió la vuelta de la suerte que doña Juana y su temor pedían.

Capítulo XII

Cae doña Juana en poder de los suyos, y prosigue el cuento

Antes, en este mismo tiempo, para acrecentar sus desdichas, habiendo, con el aviso que habéis oído, corrido apresuradamente desde Torrejón con tres caballos, llegó su hermano don Fernando a la Vega, y bajándose por la contramuralla hacia la Puerta del Cambrón, que era el mismo lugar en quien doña Juana estaba escondida, fue en tan fuerte y amargo punto que, como la afligida señora, cuidadosa, esperase a su amante, y su tardanza aumentase sus miedos, ignorando si eran tres o cuatro los que le asistían y guardaban, en viendo venir a aquella gente, salió de adonde, aunque pasaran, fuera imposible verla, y pensando que eran don Lope y sus criados, se les puso delante, no obstante que en un momento, y cuando su inadvertencia no tuvo remedio, conoció su desgracia, y don Fernando, dando un lastimoso grito, su vestido y persona, a quien arrojándose del caballo y haciendo a su compañía proseguirla jornada sin poderla hablar, ni aun mirar al rostro, se le cubrió con una banda roja que a su cuello traía; y dejando un tanto pasar el rabioso accidente, después de haberse lastimado y enternecido en tan afrentosa injuria, quiso saber de su alevosa sangre la parte adonde su enemigo esperaba, o el medio y traza que para sacarla a aquel puesto había tenido.

Estaba, a estas razones, tan cubierta de lágrimas la llorosa dama, como de turbación y desconsuelo; y así, teniendo por segura la muerte y, lo más que hay que ponderar y decir, persuadiéndose en aquel mismo punto a que don Lope, según su remisión, sólo la había sacado de su casa para hacerla semejante afrenta y tomar, desamparándola en aquellos campos, de su frágil sujeto la venganza que de los dos hermanos no podía, arrojándose con tiernos y afectuosísimos suspiros a los pies de don Fernando, no sólo le dio brevemente cuenta de su pregunta, de su infame burla, satisfacción indigna de don Lope, mas juntamente le pidió muchas veces que, sin más dilación, cobrase en parte de su pecho alevoso el perdido honor.

Mas como ya él trujese fraguado en su determinación otro mayor castigo (si es que le puede haber más que la muerte), no cumpliéndola en esto sus deseos, sin esperarse más, la tomó a las ancas y mandando guiar a la Puente Vieja en quien entonces había un barco para pasar la gente, atravesando el Tajo y maquinando de don Lope, y de sus deudos, una atrocísima venganza, llegó a su Cigarral o casa de campo, y abriendo sus puertas y apeando a doña Juana, dejándola dentro, él mismo la cerró con su propia mano; y con la presteza y vigilancia que su enojo pedía, volviendo a pasar el río a rienda suelta, requirió la campaña, sin dejar en toda ella árbol, mata, ni hierba que, buscando a don Lope, él y su gente no revolviesen, hasta que hallando unas huellas de caballos, siguiendo el rastro, apresuraron su corrida con determinación de no parar hasta alcanzarle.

Toda esta vida y sus acciones y accidentes representan al vivo una farsa o comedia, en quien los personajes que ayer hicieron reyes hoy salieron esclavos, y en un pequeño espacio, los que vimos en mayores caídas y desgracias, los miramos luego dichosos y contentos. Así que, siendo esta verdad tan manifiesta, aunque el presente caso traiga consigo igual admiración, no por ella será menos posible o desacreditada su inconstancia y variedad, cuya fuerza, maravillosamente resistida, experimentaron estos amantes; pues cuando sus desdichas debieran tener alguna mengua, entonces parece que comenzaban con mayor rigor, y, por el contrario, en la última desesperación de sus inconvenientes ella misma era vida y remedio de sus males.

Habíanse éstos, con tan grande tropel, amontonado en la hermosa y afligida doña Juana, que estuvo en fácil término su remate, según en la ocasión que la dejó su hermano; porque presumiendo justamente de sus cosa, que aquel encierro triste había de ser el teatro de su muerte, la carne, en fin, como delicada y mortal, empezó a temer su amargo trago, y vertiendo copiosas lágrimas y suspiros sin número, reconociendo el de tantas miserias y, por el consiguiente, el galardón que de don Lope había recibido, aumentando su pena y trocando su temor en osadía, facilitaba y aun deseaba, con bárbara obstinación, un breve fin.

Capítulo XIII

Horrendo y temeroso acaecimiento en la prisión de doña Juana, y el que en el ínterin tuvo la vuelta de su amante

Apenas en su alma confirmó doña Juana, consentida, aquella desesperada voluntad, cuando inopinadamente, oyendo unos gemidos tristes que con espantoso rumor salían de aquellos aposentos (aun sin haber mirado la sombra de la muerte), se juzgó por perdida, y con tan grave turbación y miedo que, aunque diversas veces probó a dar voces pidiendo al cielo su favor, ni pudo desanudar la lengua, ni el sentido superior hacer su oficio. Aumentábanse en tanto horriblemente los profundos suspiros, sí bien con alguna intercadencia; entre unos y otros se oían voces articuladas; con que, recobrando su aliento, abrió los ojos y alargó los oídos, al mismo punto que con más claridad, habiéndose acercado aquella triste voz, decía estas lastimosas razones:

_¡Oh alma miserable y afligida! ¿Por cuál, de tantas puertas y heridas, determinas salir de esta cárcel, y hasta cuándo durará la consulta de mi lastimoso fin y tu sangrienta resolución? Sácame ya de tan rabiosas y mortales penas, pues no es posible que la memoria de su causa infeliz, que en este triste apartamiento más me atormenta, remita su dolor mientras tu aliento me hiciese compañía. ¡Ay infelices horas mal gastadas!

¡Ay contentos mortales desvanecidos! ¡Ay glorias de la tierra perecederas, cómo todos me habéis desamparado, todos en viento y humo os habéis convertido, y al fin, al fin, en la mayor necesidad, en el más grave aprieto, como amigos fingidos me habéis dejado!

De aquesta suerte, y con mayor horror se lamentaba aquel, a su parecer de doña Juana, vagante espíritu, cuando infiriendo la afligida señora de tan fieros vestigios y señales su portentoso fin, tragó la muerte, y levantándose con esta ansia mortal, apenas desalentadamente dio seis pasos, cuando a los rayos que de la clara luna entraban por unas fuertes rejas, vio revuelto en un lago de reciente sangre a un miserable hombre, que arrastrando (porque estaba ligado pies y manos) se pretendía acercar a las mismas puertas. Aquí acabó la dama de perder el sentido; y así, falta de fuerzas, desapoderada, cayó en el suelo; si bien cuando, después de breve espacio, volvió de aquel pesado paroxismo, hallándose en los brazos ligados de aquel hombre, queriendo, despavorida, arrojarse de ellos, el sangriento rostro que tenía delante, estando ya tan cerca, fue lastimosamente conocido de ella y no menos que por el del noble y desdichado amante suyo; el cual, no siéndole más favorable la fortuna, aun antes de su acaecimiento de ella, había caído en las manos de sus crueles y mortales enemigos.

Porque apenas, según ya queda escrito, en demanda de los caballos, don Lope se apartó de sus ojos, cuando, al entrar de unas estrechas calles que las huertas hacían, sin poderlo excusar, dio con una gran tropa de gente de a caballo, de quien siendo al instante conocido (tanto por el aviso y sospecha que traían, cuanto por haber dado primero con los suyos y con el criado que los guardaba), atropelladamente le embistieron, escapando de aquel su primero ímpetu tan mal herido, que aunque intentó animoso vender su vida, cayendo sin sentido en el principio de su resistencia, al recobrarle, se halló en poder de don Pedro Palomeque que, haciéndole atar de pies y manos, entrando en la ciudad y atravesando la Puente de San Martín, dio con él en su quinta, de quien así él como su hermano tenían llaves; y dejándole como en un fuerte castillo asegurado, sin ser sentidos aun del que la tenía a cargo, porque dormía en diferente casa, volvió a entrarse en la ciudad y a proseguir la orden de que su hermano don Fernando había traído, el cual, según ya queda escrito, a la hora que tuvo en Torrejón la carta de Laurencia, le había avisado a Casa Rubios de lo que en Toledo pasaba y previniéndole para que antes de llegar se juntasen; errando con la prisa este designio, vino algo primero que él, y con la buena dicha que habéis oído, pues con tanta facilidad tuvo en sus manos el héroe principal de esta tragedia.

De suerte que, entendido este caso, digo esta inaudita y maravillosa concordia, obra de superior providencia, los dos hermanos, ignorantes el uno del acaecimiento del otro, juntaron en un mismo lugar, en una misma casa, debajo de una llave, por sus propias manos y voluntad, a los que, para la diversión y apartamiento de la suya, parece que de acuerdo se habían convocado los cielos todos y sus cuatro elementos.

Capítulo XIV

Previenen los hermanos su sangrienta venganza y el efecto que tuvo, etc.

En fin, habiéndose después de las cosas referidas lastimosamente abrazado y comunicado sus desastrados fines, brevemente los dos tristes amantes consultaron el último golpe de su implacable fortuna; y en estos intermedios, habiendo don Fernando seguido casi dos leguas largas aquel rastro de caballos, en cuya prosecución le dejamos, llegando a unas caserías, sin pensar, entendió en ellas el engaño con que caminaba, y porque queriendo averiguar qué gente había pasado, supo que solamente don Pedro, su hermano, muchas horas antes iba la vuelta de Toledo; con que siendo ya casi amanecido, aun en las mismas huellas, que eran las que su hermano había dejado, conoció su infructuoso trabajo, por lo cual, abrasándose en furiosa cólera, no siéndole por entonces otra cosa posible, dio vuelta a la ciudad, como así mesmo lo había hecho antes don Pedro. Si bien, hallando éste a su madre y familia llenos de confusión y escándalo, efectos de la fuga de su hermana, fue tal su alteración que estuvo en términos de quitarse la vida.

Mas viendo que con semejante sentimiento no remediaba su afrenta y deshonor, volvió a buscar por entre aquellos campos la causa dél; y trastornando en esta diligencia las duras piedras, le halló su hermano, de quien después de haberle recibido con las nuevas que oyó de doña Juana, salió su espíritu de la aflicción que padecía, no siendo menos grave, antes sin comparación, mayor el consuelo y alegría de don Fernando, luego como entendió el suceso de su enemigo; y así, queriendo sin mayor dilación disponer su venganza, mandó a don Pedro guiase adonde estaba; mas cuando en el camino, comunicándose los dos estas cosas, advirtieron el yerro que su ignorancia había cometido poniendo a los dos amantes en una misma parte, en un mismo lugar, se quedaron pasmados, no obstante que con el imaginado y breve castigo que de tantas injurias pensaban tomar, apresurando el viaje, mitigaron su pena. La cual, si por yerro tan disculpable, si por disgusto tan satisfecho había sido tan grande, por el que ahora oiréis que les estaba esperando, ¿qué tal sería, o de qué suerte a su paciencia y sufrimiento les sería tolerable? Pues no sólo, abriendo las puertas de la quinta o Casa del encanto, hallaron transformados o revueltos en humo y sombra a los dos enamorados prisioneros, pero ni aun rastro mayor de su asistencia que la mucha sangre de las heridas de don Lope.

En conclusión: el modo de su fuga fue a todos bien patente; porque como la sobra de pasión ofusca y ciega el más claro entendimiento, así, aunque quisieran encubrirle los dos hermanos, y mayormente la afrentosa ocasión que los traía afligidos, fuera por demás e imposible al riguroso sentimiento que hicieron al mal cobro de sus perdidas prendas. Con que no sólo quedó entendido y manifiesto el secreto amoroso de su hermana y don Lope, sino también el que con tan inviolable silencio se había siempre ocultado en aquel cigarral; del cual, si os acordáis en los principios de esta Historia, habiéndose los dos caballeros Palomeques escapado de tres cercos apretados, ignorando el camino, mereció justamente el nombre de la Casa del encanto, título con que también la he referido en aquestos discursos.

Estaba, pues, este maravilloso y secreto artificio dispuesto con ingenio tan raro, con tanta sutileza que ninguno, sin particular inteligencia de él, alcanzara su modo: fue traza de un ingeniero alemán, a quien don Rodrigo, su padre, satisfizo por ella con larga mano. Iba, en efecto, una profunda mina, desde el menos importante aposento de aquel cuarto, un grande espacio por debajo de tierra hasta salir su boca (cubierta de horruras y malezas) a la fragosidad de unos altos barrancos: pero la forma con que la puerta se disimulaba y encubría en el referido aposento, era sin comparación discreta y peregrina, porque en su mismo enladrillado estaba un cuadro movedizo, de anchura de dos tercias, fundado sobre un recio tablón de igual medida y enlosado con los propios ladrillos. A éste, por la parte inferior dentro en la mina, sustentaban dos husillos con sus tornos correspondientes a dos fuertes clavijas de bronce que, sobrepujando por encima, torciéndolas con facilidad, en llegando a estar atravesadas, como pendían en lo firme del aposento, asegurando el artificio, quedaba todo el suelo ajustado; y en queriendo abrirle, con torcer las clavijas, el peso mismo hacía mover los tornos, hasta tocar en el cimiento y suelo que sería menos que un estado.

Capítulo XV

Siguen a los amantes los Palomeques, y el fin trágico de la celosa Laurencia

No entendían los apasionados caballeros que su hermana sabía este secreto, ni menos aún, cuando don Fernando lo supiera, en la turbación con que se hallaba cuando allí la encerró, pudiera prevenir este aviso, ni si la diligencia y buena suerte de don Pedro tenían a don Lope en la misma prisión; porque así el uno como el otro, regidos de un igual pensamiento, no curaron de más que dejar encerrada la prenda hallada y volver por la perdida con prisa y diligencia.

Pero ni con todo esto desconfiaron en la empresa de alcanzarlos; antes así, juntos como estaban, habiendo primero requerido la mina, fueron en su seguimiento; asegurando además sus esperanzas el conocer, por el sangriento rastro que don Lope iba dejando, que era imposible el alejárseles tan mal herido; como ello fuera indubitable si la clemencia y bondad divina no los amparara y socorriera. Mas la misma que dio a la animosa dama resolución y industria para que, acordándose (en medio del peligro en que los dejamos rodeados de angustias y mortales congojas) de la secreta mina, saliesen de su amarga prisión, guió también sus temerosos pasos, y en ocasión tan acertada, que encontrando unos pobres pastores, valiéndose de su piedad, casi en sus hombros se hallaron al salir del sol en Argete, lugar distante de Toledo una gran legua; en donde, gratificados los buenos hombres, no le faltaron a don Lope otros muchos vecinos que le amparasen y encubriesen; no obstante que su riesgo evidente no le dio más lugar que para apretarse las heridas, las cuales eran tantas, tan peligrosas y crueles, que antes parecía obra milagrosa que valor humano el sustentarse vivo.

De aquí, en sendos caballos y con seguras guías, se puso en un fuerte castillo; de suerte que cuando sus enemigos llegaron a aquel aldea, entendido su viaje y la ventaja que les llevaba, hubieron de tornarse, aunque no para desistir en su cruel venganza; antes la comenzaron de nuevo, siendo primicias de ella la celosa Laurencia, a quien lastimosamente mataron a puñaladas este mismo día. Hecho, por cierto, no sólo indigno y repugnante a su nobleza, pero injusto y bárbaro, y más de sangrientos caribes que de caballeros cristianos.

Persuadiéronse los dos hermanos (como sabedores de la liviandad porque su padre se valió de su amparo) que en la prosecución de estos amores había ocasionádose su afrenta; y aunque era así verdad, las circunstancias y rodeos por donde doña Juana lo dispuso, excusaban grandemente a la pobre Laurencia. Mas sin topar en esto (como su origen principal), satisfizo con la vida el peligroso riesgo en que puso a su amante y el aviso mortal que a términos tan tristes le redujo.

Si bien ninguna atrocidad de las muchas que emprendieron los Palomeques, ya en los deudos y amigos de su contrario, ya en su grandiosa hacienda, en sus hermosas granjas, casas de campo, ricos palacios, fue tan mal vista y parecida como esta barbaridad y desatino; el cual ejecutado, sin mayor dilación, juntaron gente, artillería y municiones bastantes a mayor cerco; y determinando ponérsele a don Lope, salieron de Toledo.

Mas como en su prudencia no fuese necesario prevenir este riesgo, no sintiéndose con bastante defensa, desamparó la fuerza, y así como se hallaba mal doliente, aunque mejor curado, caminando las noches y los días, no paró hasta entrarse en Portugal; adonde siguiéndole sus criados con lo mejor de sus joyas y riquezas, lo primero que hizo fue tratar de su cura; que fue (por la remisión y tardanza) tan larga y prolija y tan llena de peligrosos accidentes que, muchas veces, aun antes de sus deseadas bodas, estuvo doña Juana en términos de llorarse viuda. Mas el cielo, que de tales riesgos le había sacado, también le libró de éste; con que después de su convalecencia, en dulce posesión dichosamente gozaron el premio y dulce galardón digno a tantos trabajos.

 

Capítulo XVI

Sabe don Lope la calamidad de su hacienda y amigos en la ausencia que hizo de Castilla, y por satisfacción desafía a sus contrarios en singular batalla

Los infortunios y miserias que, en la brevedad de este tiempo, padecieron en Toledo y Castilla todas sus cosas de don Lope, fueron tan generales, tan terribles y ajenos de satisfacción y venganza noble, que ni su calidad da lugar a escribirse, ni fuera lícito que injurias semejantes, así por quien las recibió como por el honor de quien las hizo, queden inmortalizadas en la estampa; sólo diré que la reputación de don Lope quedó en algunas con tanto menoscabo y descrédito que, siéndole inexcusable y forzoso el volver por su honra, dejando los demás caminos y medios de paz que con sus enemigos se trataban, eligió el que en ley de caballero, y según sus grandes agravios, tenía obligación.

Y así, habiendo primero pedido al rey don Juan el III que entonces reinaba en Portugal, y debajo de cuyo amparo vivía en sus reinos, licencia para desafiar a los dos caballeros, luego que Su Alteza entendió tan graves y justas causas, no obstante que ya en España se iba remitiendo y olvidando este infernal abuso, a ruego de la señora reina doña Catalina, que mucho estimaba a don Lope, y debajo del plazo de cuarenta días, se la concedió, asignando para su expedición la ciudad de Évora, adonde en la sazón se hallaban Sus Altezas. Con lo cual, despachando a diversas partes de la corona de Castilla, así en Toledo como en Valladolid, Burgos y Sevilla, parecieron en un mismo día fijados sus carteles; que como en ellos los retase con atributos y cargos poco honrosos, y ofreciese combatírselo a entrambos o meter consigo caballero que ayudase su intento, en breve término se llenó España de su fama y valor, y la ciudad de Évora de gente innumerable que acudió a ser testigo del suceso. No tuvieron en mucho los dos hermanos semejante resolución; antes, en alguna manera consolados por la última venganza que, según su valentía y fuerza, cualquiera de ellos se aseguraba aceptando la empresa, y con su salvaguardia previnieron las cosas al trance necesarias.

Ya en aquesta sazón, habiendo don Juan Lope de Padilla perdido aquella memorable batalla de Villalar y pasadas las demás cosas decantadas por tan graves autores, gozaba Castilla de mayor quietud, la cual, con la venida del invictísimo Carlos V, su rey, acabó de conseguirse; si bien para más perpetuarla, entendiendo Su Majestad el estado y miserable ruina que amenazaba a estas dos casas, deseando apaciguarlas y componerlas sin otro rompimiento, y que estos caballeros volviesen de Portugal igualmente satisfechos y honrados, tuvo por bien de escribir al señor rey don Juan, su cuñado, sobre este punto, que, no deseándolo menos, procuró disuadir por diferentes medios y trazas a don Lope; aunque, como el sentimiento de sus agravios y la publicidad de sus injurias corriesen parejas, no se pudo acabar con él desistiese en la empresa; por cuya causa mal contento Su Alteza, secretamente dio orden para que ningún caballero y fidalgo vasallo suyo (porque muchos lo querían hacer) le acompañase en aquel desafío, pareciéndole que aquello que con su autoridad y ruegos no había conseguido, la fuerza y aprieto de tal necesidad lo efectuaría.

Esta misma diligencia se usó en Castilla; si bien el gallardo don Lope, que no por semejante camino se había de reducir, aunque vio que los amigos de Castilla tardaban y los de Portugal se encogían, ni desmayó en su intento, ni menos el aplazado día dejó de hallarse en medio del palenque; cuyo teatro hermoso, adornado de bizarras damas, y de toda la nobleza portuguesa, aunque fuera en mi pluma asunto peregrino, la humildad que de ella reconozco puede excusarme en su narración; y así, pasando ésta en silencio, habré de proseguir en lo restante de mi historia.

No quiso hallarse en ocasión tan triste la hermosa doña Juana, cuyas lágrimas, aunque disimuladas de su esposo, pudieran, como el divino Orfeo con su canto, enternecer los insensibles mármoles. Porque no sólo, aun antes de la batalla, le afligía su peligro y rigor, mas temía y con mayor cuidado que faltándole a don Lope ayuda, como también conocía el valor de sus hermanos, se había de ver con ellos en notable riesgo. Pero con todo esto, reprimiendo su llanto, ella misma y con su propias manos, ayudó a armar a su esposo, y no fiando de sus criados, apretando los pernos y requiriendo las hebillas y correas, infundía en su pecho nueva osadía y mayor audacia.

Capítulo XVII

Tiene don Lope ayuda en el combate, su suceso y la conclusión de esta historia

Salió con esto don Lope de entre los tiernos brazos de su esposa, y entró en la plaza, acompañado de muchos criados y de algunos señores portugueses, que así por sangre como por otros respetos le quisieron honrar; y no curándose de galas y divisas, armado de resplandecientes armas, todas ellas y el templado escudo parecían un espejo de bruñido cristal.

El caballo era rucio, y más valiente y hacedor que galán, en quien con su acompañamiento y padrinos dio una vuelta a la plaza, y hecho su acatamiento a los jueces y damas, porque los reyes no asistieron en ella, se arrojó en el palenque al mismo punto que sus contrarios asomaban; que como ellos quisiesen, juntamente con su valor, mostrar su riqueza y poder, más parece que vinieron adornados para bodas alegres, que para batallas sangrientas; y así el acompañamiento, las libreas, divisas, plumas y colores fue maravilloso, con que dejaron en cuantos les miraban granjeado el aplauso y voluntad. Las armas que traían eran acuarteladas de oro y azul con orlas y grabaduras, que las hacían más hermosas y ricas; y los caballos de Córdoba, pelo castaño y la presencia hermosa, y digna de sus valientes dueños, cuya enseña y divisa era el blasón antiguo de sus famosas armas.

Luego, pues, que se vieron en el palenque, quisieran sin mayor dilación dar principio al combate, aunque su mucho valor y gallardía, repugnando conocida ventaja, no obstante que de rigor y justicia pudieran hacerle juntos, o ayudarse n cualquiera aprieto, resolvieron lo contrario; y habiendo, después de algunas diferencias y porfías, porque cada uno quería ser el primero, convenídose, apenas don Fernando esperó el son de las trompetas cuando, entrando en la plaza un caballero en orden de pelea, suspendiendo la suya, esperaron a ver su determinación, la cual, no parando hasta el asiento de los jueces, habiendo hécholes una gran cortesía, levantando la visera del yelmo, les habló estas tan libres como breves razones:

_Ya que hasta ahora vergonzosamente en un reino cuyas temidas armas tienen sujeta la mayor parte del Oriente, se ha permitido que en acto tan honroso falte ayuda a un noble forastero y por sus grandes méritos digno de su favor, no es justo que, prosiguiéndose esta mengua, me excuséis la licencia de enmendarla; pues siendo vuestro gusto veréis que la ocasión de mi venida es no sólo a suplirla, sino a poner la vida en igual aventura con don Lope Pacheco.

Mal indignados oyeron los jueces semejante plática, no obstante que, encubriendo su cólera, el uno de ellos respondió de esta suerte:

_Bien pienso, gallardo caballero, que debéis a estos reinos poca naturaleza, pues ignorante de su nobleza y valentía notoria, habéis de ella, en este trance, presumido menos satisfacción de la que a la modestia y cortesía de vuestro hábito se permite. Vos podéis, con el consentimiento de don Lope, ayudarle en su batalla, de quien, si escapáredes vivo, tened por cierto no quedará vuestra inadvertencia sin enmienda; y entonces entenderéis que si se ha faltado a la causa presente ha sido más por la obediencia justa, debida a nuestro príncipe, que ha deseado trocar en paz aquestas disensiones, que por mengua o cobardía de sus vasallos.

_Pues si por menos favor (replicó el caballero levantando la voz) ha intentado reducirlas, Su Alteza perdone su magnánimo espíritu, que el medio no era lícito, ni don Lope caballero, que por temor humano dejara de hacer rostro a lo restante de la tierra.

Y, con tanto, sin esperar más réplica, airado por la presunción de la última, picó el caballo, que así como las armas era negro, dejando de su alindado talle, despejo y libertad, admirados los presentes y al buen don Lope en mayor confianza de victoria. El cual, agradecido, queriendo hablarle, aun antes de su razón primera, interrumpió su plática el señor don Juan, que acompañado de sus grandes y corte, siendo informado del nuevo acaecimiento y ayuda de don Lope, quiso en persona alcanzar de él lo que por otros medios no había podido; y así, con semejante deseo entrando en el palenque, luego que aquellos caballeros vieron su real presencia, dejando los caballos, le besaron la mano; si bien el de las armas negras no hizo más que ademán y cortesía de intentarlo; cosa que igualmente fue notada de todos y también el haberse quedado con su yelmo; no obstante que los demás, por el respeto de tan grande príncipe, se los habían quitado.

En fin, entendida la voluntad del rey y que, a instancia del mismo emperador, su natural dueño, quería que, dándolos igualmente por buenos y leales caballeros, dejasen la batalla en aquel estado y sus intereses en sus manos a más no poder; y porque hacer otra cosa, contradiciendo a tanta autoridad fuera desatino y locura, hubo don Lope de concederlo, teniéndolo sus contrarios por bien; y facilitada cosa al parecer de tantos imposible; advirtiendo Su Alteza en que el extraño caballero quería, con su licencia, partirse, no lo permitió, antes gustando conocer quien, en su reino a su despecho, daba a don Lope ayuda, le mandó descubrir; y así, desenlazado el yelmo, en vez del robusto semblante que su atrevimiento y presencia prometían, quedó patente un hermoso y delicado serafín cuyo rostro y cabellos que, como trenzas de oro, cayeron blandamente, bordando el negro arnés, apenas fueron vistos, cuando don Lope conoció a su esposa y los dos valientes Palomeques a su enemiga hermana. Quedaron a semejante vista los presentes atónitos, y juzgando en su aspecto otra divina Palas, corrió la voz de tan peregrino suceso y la noticia de su gentil persona los oídos de Su Alteza, que, con generoso y real pecho conocida, la recibió en sus brazos, de quien enternecidos y admirados de tan grande valor, se la sacaron sus hermanos y esposo; haciendo esta impensada y notable acción impresión tan piadosa en sus entrañas que, no queriendo faltar a su ilustre sangre, con gusto general de Sus Altezas, grandes y caballeros, salieron de la plaza conformes y olvidadas sus pasadas injurias; con lo cual, después de haberles hecho grandes honras y mayores mercedes el señor rey don Juan, alegres y satisfechos, los envió a Castilla. Si bien, queriendo que tan memorable valor quedase eterno, mandó que, de la misma suerte que doña Juana se le había mostrado, quedase retratada en su Armería real, adonde, con majestad maravillosa, aún hoy conserva el valiente pincel la hermosura de su original, y adonde, si a algún curioso circunspecto le pareciese duro el haber sacado en esta Historia armada y a caballo una delicada mujer, podrá, leyéndola, satisfacer su duda, ver con los ojos su desengaño y el mejor abono de mi crédito.

 

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