Care Santos

Por ejemplo,
la libertad

 

Otra vez para el Hada Madrina, que me contó esta historia

    La idea que cada uno tiene de la libertad adquiere distintos rostros a lo largo de la vida. Para , a los diecisiete años, la libertad tenía el aspecto de una moto. La moto que no podía tener porque mis padres no lo consideraban oportuno. Por eso empecé a trabajar, justo después de dejar el instituto. En una fábrica textil, como aprendiz de contable. La frase que ha acompañado, sin cambios, las distintas etapas de mi vida, estaba en boca de mi madre todos los días en aquella época: «Estás demasiado acostumbrada a conseguir siempre lo que quieres, Ada». Por supuesto, la moto también la conseguí. Esta es la historia de las sorpresas que la libertad trajo consigo.

    Conocí a Max en mi primer día de trabajo. En aquella época, rondaba los treinta y cinco, pero a mí me parecía un hombre mayor. Pese a que me doblaba la edad, yo no era indiferente a su evidente atractivo. Su piel morena, que no parecía bronceada por ningún astro artificial, aquel par de ojazos de un gris tan transparente que podían llegar a dar miedo o el premeditado descuido de su barba de dos días. Si a todos esos ingredientes unías una sonrisa arrebatadora y mi natural enamoradizo, el cóctel podía resultar demoledor. Se presentó el primer día con un par de besos en las mejillas.

        _Caray, cada vez contratan a chicas más preciosas _fue su modo de saludarme.

    Tenía un acento raro. La contable me dijo que era alemán. Yo misma averiguaría días más tarde que no era verdad. Max era austriaco y, en realidad, tampoco se llamaba Max. Aunque estos son detalles que, de hecho, carecen de importancia en la relación entre dos personas.

        Dos semanas después de firmar mi primer contrato, cobré mi primer sueldo. No podía esperar. Con los billetes metidos en un sobre de papel marrón que estrujaba en el bolsillo de mi abrigo, me dirigí al concesionario. Sabía de sobra qué modelo quería, lo había soñado muchas veces. Señalé la que había de ser mi moto desde el mostrador y pregunté si podía pagarla a plazos. Plazos grandes, incómodos: tres, cuatro. Un compromiso por poco tiempo. Estaba dispuesta a enseñar mi contrato de trabajo y cuanta documentación fuera necesaria, pero no a salir de aquella tienda sin tener la certeza de que en unos pocos días estaría conduciendo mi propia motocicleta. Sin embargo, no había previsto la respuesta que recibí:

    _La documentación es correcta, pero eres menor de edad. Para la venta a plazos necesitarás el aval de una persona mayor de dieciocho años.

    En casa, la respuesta no se hizo esperar, y yo la conocía bien. No. La firma de mi padre o de mi madre no serviría para conceder caprichos ridículos a chicas que dejan de estudiar. Algo así, fue lo que me dijeron. Se lo pedí a mi tía, la hermana menor de papá, mi cómplice. Su respuesta también me sorprendió:

   _Ada. por favor, no me pongas en este aprieto. Si tu padre se ha negado, ¿cómo crees que puedo yo contravenir su voluntad? Esta vez no puedo apoyarte, sobrina. Esto es muy serio. Tu padre no volvería a dirigirme la palabra, y con razón.

   Pensé en Max como el náufrago piensa en su tabla de salvación: cualquier otra solución era una puerta cerrada. Un sexto sentido me decía que en él encontraría a un aliado. Me invitó a desayunar, como casi cada mañana, y durante un rato nos divertimos con las bromitas de siempre, referidas a nuestra diferencia de edad. Me habló de su novia y yo le conté mi última pelea con Roque. Hasta ahí, todo discurría con la normalidad acostumbrada. Ya regresábamos al trabajo cuando se lo expliqué, aun a riesgo de que su negativa me sentara fatal, o de que me llamara niña por el empeño que ponía en conseguir mis caprichos. No hizo nada de eso. Me escuchó mientras le contaba lo que había pasado en el concesionario y formulé la pregunta. Su respuesta fue escueta:

        _Muy bien, de acuerdo.

        _¿Me avalarás? _pregunté.

        _Por supuesto. ¿Cuándo quieres ir?

    Fuimos al día siguiente. Antes, me aseguré de qué documentación hacía falta para no tropezar con más sorpresas. Un documento de identidad _valía el pasaporte_, un permiso de residencia o trabajo, la fotocopia de la primera página de la cartilla del banco y firmar los papeles que ella, la mujer del concesionario, le presentaría. En ellos, Max se comprometía a pagar mi moto en caso de que yo no pensara hacerlo.

    _No te voy a dejar con el culo al aire. Pienso pagar hasta el último céntimo _le dije.

    _Ya lo sé _contestó_. Enseguida reconozco a las personas de fiar.

    Entonces no sabía cuál era exactamente el papel de Max en la empresa. Se lo pregunté después de devolverle la cartilla. Cuando saqué las fotocopias no pude evitar saber que allí había mucho dinero. Mucho más del que yo era capaz de imaginar. Me explicó que era una especie de asesor de empresarios, un inversor que además daba buenos consejos, o algo así. No le entendí. Ahora, tantos años más tarde, sigo sin saber a qué se dedicaba exactamente.

    De su nombre, me habló por propia voluntad. En el pasaporte que me había prestado se leía Ernst Rudek, nacido en Viena, en 1951. La dirección que figuraba allí era de Varsovia. Me resultó muy extraño, durante la firma de la documentación, aquella misma tarde, escuchar a la dueña del concesionario dirigirse a él como «señor Ernesto», a la luz de lo que había leído en su documentación.

        _Prefiero que la gente no sepa mi nombre verdadero _fue su única explicación.

    Ni siquiera me pidió que le guardara el secreto. Parecía muy seguro de que conmigo no hacían falta ese tipo de explicaciones. No se equivocaba, desde luego.

    Aquella misma tarde estrené mi moto nueva. Cuando la dejé en el aparcamiento, junto al coche de mi padre, ya sabía a qué me exponía:

    _¿A quién has liado para que te avale? _me preguntó mi madre.

       No le dije nada, por supuesto. No merecían saberlo. La novia de Max era una mujer muy elegante, que solía esperarle un par de veces a la semana en su deseapotable blanco frente a la puerta de entrada de la fábrica. Me gustaba observarla desde mi ventana, mientras se me hacían eternas las horas clasificando faxes o archivando facturas: fumaba, tamborileaba con los dedos en la portezuela, se quitaba con una de sus largas uñas carmesí una partícula de polvo adherida a las largas y negras pestañas. Iba siempre muy maquillada, tenía una larga melena morena, siempre llevaba gafas de sol y tacones de, por lo menos, diez centímetros. Viajaba sin parar y en sus cortas estancias en la ciudad se alojaba en casa de Max. A eso él le llamaba «vivir juntos».

    _Dos días a la semana es el máximo de vida en común que soy capaz de soportar. No puedo ser fiel a la misma mujer más de dos días seguidos. Perdona, no debería hablarte de esto precisamente a ti.

        _Ah, ¿y por qué no? _le preguntaba yo.

        _Porque eres una cría.

    Max era un hombre maduro, pero no lo suficiente para haber aprendido que una chica de diecisiete años ya no es una cría. Habría sido divertido organizar un encuentro entre Roque y Max. Los modos tan distintos en que los dos se empeñaban en verme se habrían enriquecido mutuamente. Roque, por ejemplo, me consideraba una chica excesivamente madura, preocupada por cuestiones de personas mayores que me estaban agriando el carácter. Una amargada de diecisiete años, en resumen, cuyos quebraderos de cabeza poco o nada tenían que ver con su visión idiota de la vida.

    Poco antes de terminar con Roque, empecé a salir con Max. Sólo de vez en cuando, sin ninguna intención de nada duradero. Había entre nosotros una barrera invisible, la de los años, que para mí resultaba infranqueable. Max podía ser mi amigo, pero nunca me enrollaría con él. Estaba convencida de que él pensaba lo mismo.

    Además de su colaboración, su asesoría, o lo que fuera que hiciese en la fábrica textil para la que trabajábamos, Max era también el socio, el propietario, el director o algo por el estilo, de una de las discotecas de moda de la ciudad. Le acompañé allí algunas veces. Él siempre tenía que resolver asuntos urgentes. Yo le esperaba junto a la puerta, montada en mi moto y con los auriculares puestos a todo volumen. A veces veía que los hombres con quienes se reunía me señalaban con el mentón. Max me dirigía una mirada cargada de orgullo, como si estuviera muy satisfecho de que yo estuviera allí, esperándole, o como si ese hecho le atribuyera algún mérito especial ante sus compañeros. Otras veces, si tenía que demorarse más, aguardaba dentro, en la barra. Si era viernes y había algo de ambiente me animaba a bailar. Siempre me ha gustado mucho. Por aquel entonces me encantaba cerrar los ojos y dejar que mi cuerpo se expresara al ritmo de la música. En más de una ocasión, al abrirlos, descubrí a Max mirándome de hito en hito. Al verse descubierto trataba de disimular, pero yo sabía lo que significaba aquella mirada suya. Sin embargo, nunca se lo dije: disimulaba, representaba mi papel de cría a la perfección. Un papel que me situaba en una posición de privilegio frente a él y me permitía manejar las riendas del asunto en todo momento.

    En una de aquellas visitas a la discoteca de Max tropezamos con su novia. Le estaba esperando a la puerta del local, montada en su descapotable, tan arreglada como siempre. Sólo su sonrisa no estaba a la altura del resto de su atuendo y su maquillaje: ajada, mustia, harta de esperar. Al vemos aparecer, nos dedicó una broma torpe:

     _¿Nunca sales sin tu guardaespaldas? _le preguntó a Max.

    Max me pidió que le esperara dentro. Aparqué mi moto junto a la entrada y me despedí de ellos. Antes de entrar alcancé a ver cómo Max le proponía a su novia entrar en el coche para hablar con mayor intimidad. También reparé en que ella no llevaba las gafas oscuras _era de noche_ pero las hubiera necesitado: las lágrimas le estaban corriendo el rímel.

    Max tardó un buen rato en entrar. Cuando lo hizo, estaba abatido. Pidió güisqui y sonrió con mucha tristeza al sentarse a mi lado.

    _Ahora los dos estamos solteros _dijo, llevándose el vaso a los labios.

    Mi ruptura con Roque había sido menos dolorosa. De hecho, lo único que Roque no habría podido soportar en aquellos tiempos hubiera sido la pérdida o la destrucción de su videoconsola; mi presencia en su vida era meramente accidental. Yo lo sabía, pero quise que el final tuviera un aire de solemnidad, así que le invité a comer a un italiano, le regalé seis entradas de fin de semana para la discoteca de Max y le dije la verdad:

    _Quiero romper contigo porque estoy aburrida de aburrirme.

    No dejó de masticar ni un segundo. Comía como si no lo hubiera hecho en semanas, en meses. Con la boca llena, respondió:

        _Ya. Yo también.

    El aburrimiento es mal aliado del amor. Los dos estuvimos de acuerdo en aquella ocasión, cada uno a su modo. Por lo menos, el final no fue traumático para nadie. Es mucho más de lo que la mayoría puede afirmar.

    _Ahora los dos estamos sokeros _repitió Max, y dejó caer una mano pesada y caliente sobre la mía.

    Pensé que era mi oportunidad. Tal vez la única que tendría. Su rostro estaba a apenas un palmo del mío, la música retumbaba en nuestras cabezas y la soledad empezaba a hacer efecto en los dos. Me acerqué a él y dejé caer mis labios sobre los suyos. No esperó a que yo diera el siguiente paso. Su otra mano ejerció una presión deliciosa sobre mi nuca mientras su lengua se encontraba con la mía. Fue muy fácil. Cerré los ojos y me dejé llevar. El efecto de Max sobre mí se parecía al de la música. Cuando abrí los ojos, tropecé con su sonrisa en­cantadora.

        _Es la primera vez que me besan así _dije.

        _A mí también _fue su respuesta.

    Las historias, todas, alcanzan un clímax, un nivel máximo que no suele repetirse. El clímax, el máximo nivel de aquella historia nuestra fue ese beso en la barra de la discoteca. Al día siguiente, Max me pidió que le acompañara a su despacho. Subimos al primer piso. Yo nunca había estado allí, siempre le esperaba en la pista, en algún sofá o en la barra, siempre observada por los gorilas, para quienes ya resultaba familiar. Nunca había entrado en aquel reino frío y silencioso de luces de neón y paredes rozadas que había tras la puerta en la que ponía «Privado». La puerta por la que Max siempre desaparecía solo.

    En su despacho había una mesa repleta de papeles y un sofá negro de imitación de piel. Entramos. Escuché cómo daba una vuelta a la llave que había en la cerradura. Luego se sentó en el sofá y me hizo un gesto para que le acompañara. Se sentía el retumbar de la música de la discoteca, pero no se oía la música. Era como escuchar el latido de un inmenso corazón. O tal vez era el mío, que empezaba a temer lo peor.

        Me senté junto a él. Creo que estaba un poco alegre.

       Llevaba un güisqui en la mano. El cuarto, creo. Daba lo mismo: nada de todo aquello era anormal en él. Lo que vino a continuación sí lo fue. Se abalanzó sobre mí para besarme como el día anterior. Mientras tanto, una de sus manazas buscaba el cierre de mis vaqueros. La intercepté a tiempo y la retuve, aferrándola contra la mía. El beso continuó, pero él no olvidó su intención. La mano se libró de mí y volvió a la carga, esta vez por encima de la ropa, con rudeza, con urgencia, sin ningún cuidado. Me separé de él al instante y me enfrenté a su mirada estupefacta:

        _No quiero, Max. Se detuvo en el acto.

        _Tienes diecisiete años _dijo_. Ya no eres tan niña. La primera chica con la que lo hice tenía dieciséis.

        _Me da igual_repliqué_. Yo no quiero.

    Me levanté, me acomodé la ropa y me froté la boca con la palma de la mano para secarme la saliva.

        _Creo que deberías buscarte una novia de tu edad _añadí.

    Salí del despacho, recorrí la fría e iluminada escalera, crucé la pista de baile hasta la puerta saludando a los gorilas de la entrada, me subí a mi moto y me largué de allí.

    Al día siguiente, Max no vino a trabajar. Le estuve llamando a casa, pero siempre saltaba el contestador. Temía que estuviera enfadado conmigo por lo de la noche anterior, aunque albergaba la esperanza de que hubiera acabado por comprenderme, tal vez algunas horas más tarde. Al otro día tampoco se presentó, ni al otro. Pensé que podía estar enfermo y decidí ir a visitarle, y eso que vivía en una pequeña ciudad dormitorio, a casi quince quilómetros. Aproveché la hora y media de la comida. A las dos en punto estaba llamando a su portero automático. Contestó la voz de su novia. Le pregunté por él.

        _¿Quién le llama? _dijo.

        _Soy Ada.

        Me llegó una carcajada a través del telefonillo.

    _¡Ja! ¿Así que no se ha largado contigo? _preguntó, con un temblor en la voz_. Pues ese hijo de puta tenía otra golfilla disponible, guapa. Y ahora estará con ella camino de cualquier parte. Lo siento por ti, porque cuando se marcha no regresa.

    No entendí nada, salvo que Max se había ido sin despedirse. Pero la novia abandonada no era la única que le maldecía, en aquel momento. Pronto averigüé que el dueño de la fábrica tampoco podía contener la cólera que le producía su desaparición, y sus motivos eran mucho menos íntimos: Max se había largado con una gran cantidad de dinero de la empresa.

    Estafador, delincuente, hijo de puta. Los epítetos que Max merecía ante cualquiera que se atreviera a citar su nombre en el trabajo no dejaban lugar a dudas. Intenté dar con él en la discoteca, pero allí tampoco le recordaban con más estima que en otros lugares. Al parecer, Max había huido dejando en la estacada a todos sus antiguos socios, o colaboradores o lo que fuesen.

    En la empresa se abrió una investigación. Los trabajadores fuimos citados uno por uno para declarar ante el director y un mecanógrafo _que tomaba buena nota de todo___ qué relación habíamos tenido con Max y si disponíamos de alguna información que pudiera resultar útil en las acciones legales que iban a emprenderse contra él. Cuando me tocó a mí el turno de comparecencia, el interrogatorio fue especialmente duro. El jefe tenía conocimiento de la amistad que compartía con él. Nos había visto desayunar juntos durante casi ocho meses.

     _¿Sabías que Max no es su verdadero nombre, que utilizaba documentación falsa? _preguntó.

        _No tenía ni idea _dije.

        _No me puedo creer que nunca te dijera cómo se llama en realidad.

        Me encogí de hombros y negué con la cabeza.

     _O dónde está su cuartel general. Dónde vive. En algún país extranjero, pero cuál.

        _Ni idea _contesté.

       _Es inconcebible. Inaudito _vociferaba el director_. ¿Y se puede saber de qué hablan dos desconocidos durante los veinte minutos del desayuno todos los días durante ocho meses?

     _No sé _susurré_. Nosotros hablábamos de muchas cosas.

     _Muchas cosas, muchas cosas _insistió él_, ¿cómo qué, por ejemplo?

        _Como por ejemplo, la libertad.

    Seis meses después, me ofrecieron un trabajo en una agencia de viajes y dejé la fábrica. Durante algunos años, soñé despierta mientras miraba los catálogos de las viejas ciudades europeas. Me gustaba detenerme en las fotografías de Varsovia, sus hoteles, sus calles, sus farolas iluminadas, y recordar a Max, a Ernss, a quien fuese, preguntarme dónde estaría, qué estaría haciendo y pensar que volveríamos a vernos sobre aquellas calles empedradas.

     Ayer, un amigo mecánico me hizo el favor de llevarse mi vieja moto. Hacía más de diez años que nadie la arrancaba.

 

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