ALFREDO CONDE

A modo
de Sonata

                                                                                                                                               La hermosura es una fuerza trágica

L. Villalonga, Bearn


1. Adagio sostenuto. Presto

     Abrió el libro, de autoría que de momento es mejor que no venga a cuento, dejó resbalar las hojas, consintiendo en que se formase ese vientecito suave y lleno de frescor, que tan sólo el papel húmedo es capaz de encerrar dentro de sí, e inmediamente sospechó que no se iba, precisamente, a poder alabar de haber dejado libre aquel olor, no por esperado menos inoportuno; no por sabido menos sorprendente. 

     A pesar de la llovizna el atardecer era ameno, incluso tibio, y con una diafanidad impropia de los días que vienen preñados de agua y de los atardeceres grises y llenos de presagios. Y él como si nada. Se recostó en el sofá, de espaldas a la ventana por la que estaba entrando la tamizada luz diáfana, tan impropia, dejó el libro en el regazo y admitió la soñera que, dulce y muy tibiamente, es cierto, estaba anegándolo, prendiéndolo en el fondo gris de agua gris cautivada. 

     Le volvió en sí el olor del libro, que lo estaba llamando desde la otra ribera del sueño. ¿Qué estaría soñando que regresó no sin desazón? Además sentía hambre. Frecuentemente le sucedía que si estaba traspuesto, apenas comenzaba la lectura de un libro, a poco que fuese gris el día, tan sólo con que el verde de los campos, brillantes por el agua de la lluvia, había aparecido desvanecido por la niebla densa y lejos de cualquier otra certeza. Sentía hambre. Algo le bullía dentro exigiéndole la ingestión inmediata de algo sólido y, a ser posible, dotado de un sabor áspero y fuerte, que le ablandara el que tenía duramente asentado en la glotis. Una pena quita otra, un clavo quita otro clavo. Sentía hambre, también frío. El calor viene a uno, después de la ingestión de alimentos, en el momento de la digestión, cuando el oxigeno se quema y su ardiente fuego se extiende por todo el cuerpo como una bendición, una endotermia a veces alienante, a veces liberadora. Tan sólo eso somos, tanto y tan poco. Y él lo sabía. 

     Apartó el libro de sí y se levantó dirigiéndose hacia el frigorífico. Revolvió en sus entrañas y desechó la posibilidad de distraer de ellas los alimentos que necesitaba calientes, templados como mucho, pero que allí se encontraban fríos. Concluyó por echar mano al jamón para desprenderle unas lonchas, exentas de tocino, magras ellas, rojas o púrpuras según les diese la luz. Después lo volvió a dejar colgado de un clavo, profundamente espetado en la pared de la despensa, y regresó al sofá en el que dormitaban sus anhelos. 

     Sosteniendo las lonchas con una mano, afrontó el riesgo de pasar las hojas del libro con la otra, mientras lo colocaba al lado de las rodillas y sentía creciente la preocupación ante la posibilidad de dejar notable, excesiva huella de sus dedos, suciamente engrasados, en unas hojas que, aunque húmedas, estaban inmaculadas, vírgenes de mirada humana alguna, libres de lo que no fuera el aliento primero y único del que habían cobrado vida, llenándolas de ella. Comenzó a leer y mantuvo entera toda su atención al tiempo que las lonchas de jamón iban siendo masticadas cautelosamente para que, una vez consumidas éstas, el sueño ruin volviera a prender en sus párpados perezosos, demasiado suaves como para ser enteramente humanos. 

     Y fue entonces cuando un papel se desprendió del libro recién abierto y dejó, nueva y definitivamente, libre el olor que lo hizo regresar a antes del sueño aperitivo y contumaz que lo había anegado. Recorrió las sensaciones ya aprendidas y supo, otra vez, de la oportunidad y también de la sorpresa, del ácido olor que lo había enervado tanto. 

     Recogió el papel del suelo en donde había caído: se trataba de una «cuartilla», mustia ya por el tiempo y tan descolorida que tanto se podía sospechar sepia como amarilla y que, doblada en dos mitades, en su parte inferior y en sentido longitudinal, mostraba una corta, breve inscripción hecha, en una letra que le resultaba desconocida y turbia, revuelta y poco uniforme, con seguridad muchos años atrás por mano que no llegaría nunca a sospechar a quién podría pertenecer. 

     Y dejó, no sin temor, que sus ojos recorrieran aquellas líneas que habrían de incrementárselo dentro de muy poco: «Rodolfito Creucer —leyó—, conocido también por Rabirio el del Pico de Oro, era gente muy bien vista por los alrededores de la Limia, de la Alta y de la Baja, e incluso en la inundada ciudad de Antioquía , la de las campanadas dulces como azotes de rama de abedul o de la tibia brisa del otoño, que lo mismo da. Rodolfito Creucer, conocido también por Rabirio el del Pico de Oro, tenía una pena: nunca había sido capaz de subir a todos los árboles que amaba; por lo demás era un escéptico de los de carné.» 

     En ese momento Rodolfito Creucer respingó en el sofá, sintió bullir el jamón en la andorga, como sí fuera un cerdo entero, y se supo anegado no sólo por la íntima certeza de saber que eran muchos los árboles a los que jamás subiría, sino también por el olor entero que, del libro, había salido libre ya para siempre. 

2. Andante con variazioni

     Esto del olor tiene que ser, a no dudarlo, cosa notable y digna de toda loa; también de toda consideración y encomio y no menos merecedor de una observación, atenta, detenida y muy minuciosa, que, desde un comienzo, es previsoriamente inútil. ¡Oh, el olor del hombre, ese milagro químico que sueña! Ahí está la estela de su paso: una llamarada, a veces densa, en ocasiones efímera, siempre fugitiva, señalando todo lo que fue capaz de conturbarlo, todo o lo que lo conmovió hasta el sollozo: una empanada de vieiras, unas lonchas de jamón, el sollozo mismo: química reacción que precipita en agua resbalando en lágrimas por mejillas hasta entonces exentas de salitre que tan sólo la angustia produce. ¡Ah, caray, que en este caso se trata de una reacción inodora! 

     Pero no es siempre así. Sabido es que el frío aplasta los sabores; los desposee de la volatilidad que los hace emanar de los profundos lugares en los que moran para dejarlos macilentos, en espera de la tibieza que los devuelva a su ser y de este modo puedan volver a habitar el espacio que nos ha de conturbar a nosotros, que por lo visto andamos flotando en ámbitos que se suponen por encima del de ellos. Otra mentira. La angustia es fría. 

     El sudor que produce contiene irremediablemente los poros de la piel, con un frío cortante y seco que impide todo olor. La frialdad no huele, tampoco huele la angustia; ni tampoco huelen los sentimientos fríos, aquellos que nos hacen pequeños y nos obligan a ir de las arrugas a la vejez, de la ruindad a la mezquindad, y también a arrastrar detrás de nosotros el sumidero innombrable, el olor que podría dejar constancia de nosotros mismos, de la presencia nuestra. 

     Pero no siempre es así. Sabido es que existen los sentimientos calientes, los que huelen: la mirada suave, posada en una nube, del muchacho que ama a alguien y aún no tiene nombre, apenas rostro. La piel tibia, enrojecida por la endotermia que viene de unos pulmones ávidos de un aire que siempre es poco, insuficiente, porque todo el oxígeno del mundo no es suficiente para mantener aquella ansia de vida que arde sin consumirse en el pecho de la muchacha que hasta hace muy poco no tenía nombre, apenas rostro, apenas nada. Esas tensiones, ésas, huelen. Caminas por las asoportaladas calles del invierno y adivinas la tensión existente a la vuelta de una esquina, aún no torcida, porque hay un volatilizado olor que fluye de los cuerpos, conturbados y nuevos, que se están descubriendo debajo de un paraguas. ¡Oh, tal tensión! Todo pura química. Siempre es así. 

     La gragea que nos lleva del sufrimiento al goce, después, del goce al sufrimiento. Del mal al bien, del bien al mal. De la lucidez al aturdimiento, de la luz a la oscuridad, incluso de la oscuridad a la luz. Tan sólo de la mediocridad y por un camino de indefinida trayectoria, acaso circular, lineal a veces, se va de nuevo a la mediocridad, a través de un viaje de no fácil retorno; porque la inconsciencia no es una buena acompañante. Hay cosas para las que la química no tiene remedio alguno e incluso está contraindicada. Cierto que también hay cosas para las que la química tampoco aporta, porque no la tiene, explicación alguna; lo cual es de lamentar, pues, de tal manera, quedará siempre el sueño por encima de la química y el milagro por encima de los dos, a modo de amenaza, y así no puede haber quien se entienda. Una lástima. De la pura expresión química, fácilmente expresada por medio de símbolos y fórmulas, codificada tanto en su vertiente orgánica como en la inorgánica, al sueño milagroso en el que, desde San Benito de la Barrera, canonizado con toda su barba entera, tal y como la disfrutó en vida y luce ahora en su representación icónica, hasta San Giovanni da Copertino, santo modesto y volador en donde los haya, que puede ser visto en los últimos tiempos navegando por encima de la isla de Mallorca al mismo tiempo que lleva de la mano a Jannick Vo, mujer de ojos orientales y dulces, que se está buscando en la piel de los espejos, y cuál mejor que el mar, cuando lo correcto, como es bien sabido, consiste en hacerlo bien en el fondo de ellos, allá debajo de nosotros mismos. De una a otra, se decía, de la pura expresión química al sueño milagroso, tiene tanto que ver el santoral como lo ameno del ámbito en el que se está habitando en el momento del prodigio y tres o siete cosas más no contempladas en las ciencias más exactas, a saber, las matemáticas, las químicas diversas y el marxismo-leninismo en su versión maoísta, que era el no va más hasta la aparición de los del Camino Estrellado, ese circular camino. Total, que el sueño supera a la química y el milagro acostumbra, no siempre, ésa es la verdad, a superar el sueño. ¡Ay, qué caray! Siempre puede ser así. La química lleva al sueño, el sueño está muy cerca del milagro, éste supera a aquellos y además, aún para colmo, está el olor, la realidad de los aromas, de los olores infectos, repugnantes. ¿Existirá alguno más triste que el que alienta de unos labios hermosos, estratégicamente ubicados debajo de una nariz bellísima que, por cierto, tiene que estar, no sin noticia, de unos ojos como almendras, acaso como nueces, y todo eso enmarcado en los lindes de un óvalo, de tan perfecto, cursi. 

3. Fínale. Presto

     Pensó que, cerrando el libro («Giovanni da Copertino. Levitaciones y otros vuelos rasantes»), el olor quedaría cortado ya para siempre. Se equivocó. Lo supo enseguida, nada más darse cuenta de que, por el contrario, había quedado libre ya para siempre, porque había ido al aire y era aire; porque había descubierto que las cosas son antes de que nosotros las descubramos y que, cuando tal aparición sucede, somos nosotros los que pasamos a existir para ellas, ya eternamente. Así el olor que brota de los libros viejos, por poner un ejemplo en el que estamos, era ya antes de nosotros saberlo y seguirá siendo cuando nosotros no lo sepamos. La química tiene estas cosas, ya se sabe. Seguía con los ojos cerrados y decidió abrirlos despacio. El libro continuaba en donde lo había dejado y cuando lo supo, tranquilo, volvió a cerrarlos para poder seguir cavilando en la química y en los sueños, incluso en los milagros. El sol ya se había ido y prefirió, antes que otra cosa, mantenerse así un tiempo, antes que arriesgarse a estropear la serenidad que habitaba aquel ámbito suyo; por eso no encendió la luz que lo estropearía todo, incluso el equilibrio que había logrado, no se sabe si por culpa de la arbórea certeza o por la química disquisición que el soporífero sueño había sustentado. ¡Ah, caray! Rodolfo Creucer sabía ya cosas que ignoraba y que el hombre es así de tonto. Su mente, racional en ocasiones tantas, pugnaba por salir del asombro en que, muy probablemente por culpa del hartazgo de jamón, razón ésta bastante prosaica, pero efectiva y contundente, se había sumido; no más que haber comido media unidad, sin que, por lo visto, estuviese dispuesta a emerger en fecha próxima; con lo que Rodolfito, también conocido por su afición al violín y también por el mote de Rabirio el del Pico de Oro, vaya usted a saber por qué motivo, se dejaba insinuar para sí mismo, pues otro espectador no tenía, la contumaz insolencia que lo había caracterizado siempre y que le permitía desconfiar de la química, de los sueños y de los milagros, también de los olores, aunque todos ellos fueran oportunos y respondiese a su personal llamada. Lo cierto es que mientras una le iba, otra le venía. Y afuera era noche cerrada. Volvió a descolgar el jamón y lo volvió a privar de unas lonchas más que fue ablandando en la boca mientras, en el ascensor, bajaba a recoger la correspondencia del día que había permanecido en el barzón del cartero desde media mañana. Luego regresó al piso. Preparó su cena de soltero y, Rodolfito Creucer, colocó la mesa con el requisito acostumbrado en las noches ácidas y asequibles al desaliento. Cenó bien y, de postre, le dio dos viajes más al pobre jamón. Unas tajaditas de nada. Después, abundante combustión de oxígeno, copiosa endotermia acompañada de sudor y un olor que adivinó venía de lejos. La maldad huele a amoníaco, es bien sabido, el jamón huele a jamón, pero el olor no estaba en ellos. Abrió las cartas: cosas de bancos, sobre todo; la postal de un amigo que había ido a ver la danza de los derviches, esa locura, y un olor fuerte y ya aprendido: rasgó el sobre precipitadamente y no sin que un incierto temblor se apoderase de sus manos acostumbradas a la dureza de las cuerdas del violín, al trabajo de extraer lamentos allí donde la tensión del arco podría producir cantos, menos armoniosos por cierto que los de los carros del país cuando el tiempo está revuelto y preñado de agua, pero, eso sí, tan sentidos y, aunque esté mal decirlo y aun a riesgo de incurrir en una reiteración vana, a cortar el jamón en tajadas que lo que tenían de ligeras muy poco era y, con maestría propia de carnicero desesperado por la gota, esa penuria. Abrió la carta del olor adivinado y, en la misma letra de la del inopinado papel del aperitivo, leyó de corrido: «Rodolfito Creucer, conocido como Leoncio Rubio, conocido también como Rabirio el del Pico de Oro, era gente muy bien vista por los alrededores de la Limia, de la Alta y de la Baja, e incluso en la inundada ciudad de Antioquía, la de las campanadas dulces como azotes de rama de abedul o de la tibia brisa del otoño, que lo mismo da, Leoncio Rubio, por mal nombre Rabirio el del Pico de Oro y por bueno Rodolfito Creucer, tenía una pena: sabía que nunca sería capaz de subir a los árboles que amaba; pero, por lo demás, ya no era un escéptico de los de carné.» El corazón le golpeaba en el pecho, cosa mala, y dejó, entonces, que el olor entero lo embriagase. Lo encontraron no exactamente en la laguna de Antela, sino más bien en un charco pequeño que formaba parte de ella, pero que estaba perfectamente diferenciado. Alguno pensó que había resbalado y caído al agua cortándosele la digestión; pura y simple interrupción de un proceso de reacción química, una hidrocución o cosa así. Pero no se sabe con certeza  qué fue lo que lo llevó a aquel charco apartado en el que, desde niño, había sospechado siempre, según dicen sus amigos, que comenzaba el camino que lleva a la ciudad de Antioquía, la de las campanadas dulces como besos, que suenan en su fondo gris de agua gris, ciudad encantada, en la que, desde hacía muy poco, desde que ya mediada la noche, cuando había dejado de ser, definitivamente escéptico, creía. También se dijo que allí había ido para ver si el sueño volaba por encima o por debajo del milagro, solo o acompañado, en vuelo rasante por encima de la superficie del agua, ese espejo, y de esta o de aquella parte de la química. Cómo tal cosa se llegó a sospechar, nunca se supo. 

 

IR AL ÍNDICE GENERAL